Opinión | Sálvese quien pueda
Soledad, maldita compañera

Los nuevos tiempos no han cambiado sentimientos viejos. / FDV
Una campaña de la Xunta sobre la soledad de los mayores, invocando al menos la visita de los suyos, me trae a las manos el libro que acabé de leer estos días: Prohibido morir aquí. Publicado en 1971, dicen los textos canónicos que es seguramente la gran novela de Elizabeth Taylor, una de las más destacadas novelistas británicas del siglo XX. La señora Palfrey, que se acaba de quedar viuda, decide dejar su casa en el campo e instalarse en el Claremont, un sobrio y respetable hotel de Londres que tiene como huéspedes fijos a un variopinto grupo de jubilados de clase media y cierta cultura. ¿Y a qué va a dedicarse Laura Palfrey ahora que dispone de tanto tiempo libre, una hija lejana y preocupada solo por lo suyo y ningún amigo en su nuevo destino? La Taylor, que no es la que vive en Vigo y, por supuesto, la que ya está en el más allá, nos seduce a los lectores por sus retratos entrañables e inteligentes de la vida inglesa y a mí me hizo calibrar mientras leía esa sensación de soledad que muchos sufren y yo aún no he conocido.
Los personajes de la novela acreditan ser muy reales y están en esa edad postrera en que han perdido a sus maridos o esposas y, con unos ahorros, se refugian en un hotel de costo medio para huir de la implacable soledad que viven en sus domicilios. Cada uno con su historia, están en esa etapa en que saben que se acerca el momento en que ya no podrán valerse por sí solos por culpa de sus articulaciones hinchadas y rígidas y que su futuro estaría en una residencia de ancianos o en el pabellón geriátrico de algún hospital público, donde quizás les mantendrían en cama para mayor comodidad de las enfermeras. El hotel Claremont era el último reducto de libertad que les quedaba, cuando sus familias les consideraban un estorbo y los amigos habían ido desapareciendo esquela a esquela.
La novela fue publicada en 1971 y el escenario temporal de la misma parece situarse aún antes, por lo que muchas cosas han cambiado en el mundo desarrollado en torno a la soledad. Está claro que hoy existen una multitud de recursos y adelantos tecnológicos para despistar la soledad y, sin embargo, las cifras frías de nuestras estadísticas parecen seguir delatándola y no en menos medida. ¿Qué tendrá que ver el aislamiento brutal vivido por nuestras abuelas en el rural cuando pierden su última compañía con las posibilidades que se le abren a una mujer urbana? Aun así, persiste diseminado ese sentimiento que, imagino, debe reconcomer el alma porque, antes de nada, el ser humano es un animal social.
¿Qué angustia traerá la Navidad perdidos o alejados los suyos, un cumpleaños, un ingreso en el hospital aunque sea leve sin visita alguna? La ansiedad por la separación, la pérdida del amado y el paisaje de vida habitual; el terror al abandono o rechazo; el miedo a lo que pueda suceder con un cuerpo en decadencia y el aburrimiento que te corroe cuando pareces ser invisible para los demás. Ciertamente, hoy en día hay más recursos que antaño para luchar contra la soledad, pero no ha desaparecido ni mucho menos, no quiero imaginármela en mi vida.
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