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Opinión | Dramatis Personae

El premio

Grabado de Eróstrato.

Grabado de Eróstrato.

«El número total de estrellas en el universo es mayor que todos los granos de arena en todas las playas de la Tierra», escribió Carl Sagan. Necesitamos imágenes específicas que nos permitan asomarnos a magnitudes que exceden nuestra comprensión. Los astrónomos han calculado que 200.000 millones de estrellas se agrupan en nuestra Vía Láctea; apenas una entre 100.000 millones de galaxias. Sagan, queriendo humillarnos, nos enalteció. Incluso esa piedrecilla junto al mar supera a esta otra que habitamos.

Así de mínimo es el tiempo de que disponemos. Sagan popularizó también el calendario cósmico: la traslación a un año solar de los 13.800 millones que han transcurrido desde el Big Bang. El Homo Sapiens habría aparecido diez minutos antes de esa última medianoche. Nuestra vida ocupa 0,15 segundos en la cuenta. Un parpadeo y habremos muerto.

No precisamos del infinito que nos envuelve para entender nuestra insignificancia. Podemos evaluarnos dentro de nuestra propia especie. Alrededor de 108.000 millones de seres humanos se han sucedido durante los últimos 50.000 años. Poco sabemos de ellos hasta épocas recientes. Los arqueólogos han desenterrado un puñado de huesos y vestigios. La mayoría de manos jamás perpetuaron sus huellas en la oscuridad de las cuevas. Nos hemos disuelto en el humus.

Inventamos la escritura para combatir la fugacidad que nos define. Sin embargo, hemos registrado muy pocos nombres desde aquel Kushim que se talló sobre la arcilla sumeria hace seis milenios. Por muchos reyes, generales, profetas o artistas que recitemos, seguirán siendo casi 108.000 millones los que se habrán perdido sin un solo indicio de sus peripecias y pensamientos.

Podríamos presumir de que nuestra tecnología vigente ha remediado la fragilidad de aquellos archivos. De casi todos los 8.100 millones de seres humanos que poblamos actualmente el planeta hay constancia. Nos compilan los Estados y nosotros mismos nos narramos. Cualquier pirata informático podría suplantarnos recolectando nuestro rastro en las redes sociales. Pero la sobreabundancia posee el mismo efecto que la escasez. Desapareceremos igualmente, ahogados en la inmensidad de los datos.

Nacemos para ser olvidados, en resumen, si es que alguien alguna vez nos recordó. Aunque hayamos adquirido el apellido, antaño privilegio de los nobles, a nadie le importaremos más allá de un par de generaciones, cuando ya el amor o el odio se hayan extraviado. Seremos esa foto amarillenta orillada en un cajón.

No todos asumen esa certeza, que en general vivimos ignorando para que no nos abrume. A algunos hombres los impulsa el afán de trascendencia. Pretenden perpetuarse en las estatuas y en los retratos; sobre todo en la evocación de sus herederos. Les corresponde lo excelso que haya fabricado nuestro ingenio. También y sobre todo su espanto. Los mayores crímenes se han cometido en aras de la posteridad, aunque los hayan llamado descubrimiento, nación, evangelización, provecho...

Eróstrato fue un ciudadano de Éfeso que buscaba fama duradera sin importar a qué precio. La noche del 21 de julio del 356 a. de C. tomó una antorcha y prendió fuego al templo de Artemisa, una de las siete maravillas de la antigüedad. Y aunque Artajerjes, además de ejecutarlo, decretó que se prohibiese su mención, Eróstrato logró sin saberlo lo que había perseguido. A esa manía por la posteridad se le llama erostratismo.

Trump rumia en estas horas la pérdida del premio Nobel, que tanto había reclamado. En realidad, está tan dispuesto a la paz como a la guerra con tal de que lo glorifiquen en los libros de historia. Incendiaría el mundo si fuese preciso y acaso lo haga, como tantos que lo quieren imitar. A veces, cuando nos rodean las tinieblas, sólo nos queda el consuelo de esos millones de estrellas, de esos millones de años, de esos millones de vidas... La única verdad eterna es que nada importa y que en último término el universo, por muchos premios que nos concedan, no sabrá siquiera que hemos existido.

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