Opinión

Catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de la Universidad de Vigo

La literatura es nuestro mejor psiquiatra

Grabado de R. Balaca dentro de la edición de «El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha» (Montaner y Simón) de 1880 1883

Grabado de R. Balaca dentro de la edición de «El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha» (Montaner y Simón) de 1880 1883 / Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes

A más de un psiquiatra puede parecerle una barbaridad afirmar que el idealismo es causa de enfermedades mentales. Pero en el caso de don Quijote, al menos, esta afirmación es cierta. Además, los psiquiatras no pueden permitirse ser idealistas, al contrario que muchos de sus pacientes.

Naturalmente, don Quijote es un personaje de ficción, mientras que las patologías psíquicas no son en absoluto una ficción. Los locos de la literatura son muy simpáticos y también muy atractivos, seductores y hasta heroicos. Y son todo eso por una razón esencial: no los tenemos delante. Si tuviéramos que encararnos con don Quijote o convivir con Raskolnikov, no pensaríamos lo mismo.

Por la de malas, don Quijote es alguien que puede matarte: va armado y en determinados momentos es extremadamente agresivo y violento. Su relación con la realidad es totalmente patológica y su racionalismo es incompatible con el ordenamiento jurídico de un Estado moderno. Sigue ideales medievales y se considera por encima de todo lo que no sea su propia voluntad.

El Romanticismo, sin embargo, nos dio una imagen del Quijote totalmente idealista y fabulosa, que poco o nada tiene que ver con la que realmente diseñó Cervantes y exigía la realidad universal del Siglo de Oro español. El Quijote es un libro escrito contra los idealistas, y sorprendentemente son los idealistas quienes lo leen como si fuera un elogio de la locura, y no una burla descarada de ella.

El Quijote es el libro más antierasmista que se ha escrito jamás. Pero la gente es feliz diciendo todo lo contrario: hablar del erasmismo de Cervantes fue durante décadas una forma de hacer amigos en el mundo académico. La literatura es un gran embellecedor de la locura. La realidad, sin embargo, exige tratar con mucha atención todas estas patologías psíquicas.

La Universidad, y por extensión todas las instituciones educativas, como toda nuestra sociedad, se ha convertido en foco de patologías mentales. Así lo confirma un estudio reciente realizado por la consultora Ipsos para la Fundación AXA, basado en 17.000 encuestas realizadas en 16 países, entre ellos España, que arroja resultados tan preocupantes como elocuentes. A la luz de estos datos, resulta cada vez más difícil discernir si uno imparte clase en una institución académica o si, en realidad, desempeña funciones varias en una clínica psiquiátrica.

Y no hace falta recurrir a informes para comprobarlo: cualquier profesor con un mínimo de experiencia en el aula puede verificarlo diariamente, sin necesidad de acudir a ninguna estadística. Lo que ese informe denomina «salud y bienestar mental» pone en evidencia una situación alarmante: el 25% de los jóvenes entre 18 y 24 años sufre depresiones, el 70% vive bajo estrés constante y el 9% padece ansiedad.

El próximo año, estas cifras serán aún más graves. No se trata de un fenómeno enquistado, sino de una deriva creciente. ¿Cuál es la respuesta institucional a este escenario? Ninguna eficaz. Solo consignas huecas, eslóganes vacíos y medidas tan imaginativas como inútiles. Se pretende combatir un problema material con recetas ideales. Se responde a una realidad clínica con fantasías pedagógicas.

¿Quién educa hoy a los jóvenes? Las redes sociales. ¿Qué se les promete? Todo. ¿Qué reciben? Nada. Y en esa disonancia cognitiva, entre el deseo sobredimensionado y la realidad que lo niega todo, germina la patología. El joven no puede con la realidad porque se le ha educado para no enfrentarse a ella. Se le ha instruido para la utopía del consumo feliz, no para la realidad del mercado laboral.

Y el resultado es una sociedad neurotizada, incapaz de asumir el fracaso como parte del proceso formativo. Una generación que llama violencia a la exigencia y opresión al suspenso. Una masa de universitarios cuya estructura emocional está hecha con papel reciclado de cuentos de hadas. Y frente a esto, ¿qué hace el sistema? Lo valida. Lo institucionaliza. Lo celebra. Transforma la universidad en una «experiencia a la carta» y al profesor en un gestor de fragilidades.

Sin embargo, la Universidad no está para consolar. No es un consolador. Está para formar. Es un centro de trabajo para el conocimiento, la formación laboral y la investigación científica. El saber no es un caramelo: es un hueso. Y hay que roerlo.

Ante estas adversidades, creo, profesionalmente, que la literatura es una de las mejores herramientas para prevenir enfermedades mentales, porque enseña, entre otras muchas cosas, a pensar contra uno mismo, a interpretar el propio ego sin caer en el narcisismo, a enfrentarse al dolor sin convertirse en víctima. En una palabra: la literatura, como el trabajo, enseña al ser humano a hacerse compatible con la realidad. Una sociedad que no escribe ni lee obras literarias valiosas está condenada a la psicosis colectiva.

La literatura no es un refugio, es un frente de guerra. En ella se combate y se lucha por la libertad, no por la felicidad. Se enfrenta a la ignorancia, al sentimentalismo y a la mentira organizada en nombre del conocimiento crítico. Por eso leer el Quijote no es una actividad meramente estética ni una pose cultural: es un acto de inteligencia que supera lo meramente sensible y emocional.

El Quijote no es un monumento al idealismo, sino su autopsia. Cervantes lo escribió para ridiculizar a los idealistas, y mostrar de este modo que el mundo no se transforma creyendo en él o imaginándolo de forma diferente a como en realidad es, y aún menos idolatrándolo, sino comprendiéndolo, primero, para intervenir después en él con realismo. Hoy, cuando nuestro siglo XXI vuelve a estar de nuevo plagado de idealistas, el Quijote es más necesario que nunca.

Una biblioteca es un arsenal de recursos intelectuales. No se entra en ella para relajarse, ni pasearse como un Borges diletante y petimetre, sino para armarse de recursos científicos y usarlos. Porque la vida no es una terapia de grupo: es una lucha continua por lograr la compatibilidad con la realidad y sus exigencias. Este es el fin de la psiquiatría: restaurar en el ser humano una relación saludable con la realidad, y no patológica.

El idealismo es una relación patológica con el mundo. Y la literatura puede ser nuestro mejor psiquiatra. Lean el Quijote.

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