Opinión | Dramatis Personae
170 dólares

Monumento a la hambruna en Dublín ("Famine", de Rowan Gillespie) / FDV
La sangre se me agolpa en las sienes ahora que se avecina el monstruo por la corrupción de quienes debían contenerlo. Ahora que se acentúa la asimetría moral en Oriente Medio. Ahora que la vivienda se encarece, la educación pública se infrafinancia y la sanidad se privatiza. Ahora que los jóvenes se marchan sin remedio y los ancianos se agostan estabulados. Ahora que los jueces prevarican y los poderosos se disfrazan de víctimas. Nunca ha sido el mundo justo y nunca lo será. No lo veré yo al menos ni lo aguardo ingenuamente. Pero incluso la frágil luz que nos guía tiembla a veces y amenaza con abandonarnos a las tinieblas.
Esta realidad me duele tanto que me gustaría ignorarla. Me tienta aislarme de su fealdad, refugiándome en mis tardeos y ficciones. Me susurro que no debería preocuparme lo que tardará en sucederme o jamás. Yo no soy palestino ni transexual. He pagado mi hipoteca y saldado mis pleitos. Me puedo costear un seguro y la universidad de mis hijas. Aún no distingo mi ocaso y ningún cáncer, que yo sepa, me acomete. Podría fingirme buen español y mal cristiano si se me exigiese. ¿Por qué habrían de importarme los que me son tan distintos?
No les importó a muchos, no desde luego en Inglaterra, la gran hambruna que entre 1845 y 1849 devastó Irlanda. Un cuarto de su población se perdió entre la emigración y la muerte. «I want to talk about the ‘famine’, about the fact that there never really was one», cantaría Sinead O’Connor tantos años después. No fue sólo una plaga. Mientras el tizón tardío pudría las patatas, el único sustento que se consentía a los humildes, la carne y las legumbres que sus callosas manos producían en los campos de los terratenientes se remitían a los mercados de la metrópolis. Luego también los despojarían de su lengua y su historia. En los estrados londinenses se legislaba con desprecio aquel sufrimiento. En los muelles neoyorquinos recibían a los irlandeses como a ganado escuálido.
Unos pocos mostraron piedad, sin embargo. Los indios de la tribu Choctaw recolectaron 170 dólares y los donaron al pequeño pueblo de Midleton, en el condado de Cork, para aliviar su miseria. Nada más habían podido reunir aquellas gentes, ellas mismas expoliadas, diezmadas y reubicadas a miles de kilómetros de su hogar ancestral tras transitar el sendero de las lágrimas. De alguna forma sintieron que sus pieles, unas cobrizas y otras pálidas, distanciadas por un océano infinito, palpitaban con iguales llagas.
Una orografía invisible de aflicción nos atraviesa y nos equipara. A todos nos han precedido la inanición y la guerra en algún recodo de nuestra genealogía. A todos se nos abultará mañana un ganglio o nos entregarán una carta de despido. Hemos sido brujas, herejes, judíos errantes. Nuestros descendientes serán desviadas, menas, desahuciados. Nada nos debiera resultar indiferente. Duele. Seguirá doliendo. Tiene que doler. En eso consiste el alma y salvarla tiene un precio, al cambio en dignidad que proceda: 170 dólares.
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