Opinión | Dramatis Personae
Uniformes

Desfile militar en Pyonyang. / Ng Huan Guan
No se necesita una parada militar para comprender el influjo del uniforme. Yo mismo, que jamás he vestido otro, lo he sentido enfundado en mi camiseta del Celta. Me he diluido en las masas que festejaban. Me ha arrebatado esa estética de cielo reflejado en la tierra. He cantado y bailado al unísono, sintiéndome parte de algo que me trascendía. Cualquier desconocido en celeste me ha resultado íntimo. Cualquiera de civil, ajeno. El uniforme me simplificaba y me resumía. Me proporcionaba una historia comprensible, una familia cálida y un código de conducta. Me despojaba de mí, del dolor y la incertidumbre, a la vez que me ofrecía un refugio. Si Claudio Giráldez hubiera proclamado como Brian: «Cada uno es un individuo. Todos somos diferentes», le hubiera replicado: «Yo, no».
El uniforme nos libera igual que nos atrapa. Nos orienta en la medida que nos limita. Nos equipara y nos distingue. Muchos colegios privados lo justifican porque homogeiniza a sus alumnos, mitiga la vanidad y oculta desigualdades. También, en realidad, porque exhibe su privilegio a los extraños. El uniforme puede ser tan nivelador como clasista. Nada más poliforme.
Hay uniformes, en fin, que anticipan el alivio, como el de las enfermeras, y uniformes que anuncian el luto, como el de los curas. Uniformes que protegen, como los ignífugos de los bomberos, y uniformes que exponen al insulto, como el de los árbitros. Uniformes que salvan y uniformes que condenan, incluso siendo el mismo. En las Ardenas se fusilaba a los comandos alemanes disfrazados de aliados. En las guerras de religión entre católicos y luteranos, los chaqueteros se cosían el color enemigo en el forro de sus casacas por si acaso. Ninguna traición peor que el uniforme contrario. Ningún camuflaje mejor.
El uniforme provoca efectos a los que es difícil sustraerse en esa dialéctica entre poder, aunque sea mínimo, y responsabilidad, aunque sea máxima. La librea transforma a algunos ujieres en policías; la placa, a algunos policías en jueces; la toga, a algunos jueces en dioses. Por supuesto que el hábito hace al monje e incluso lo legitima en la penumbra moral. En Gaza sólo el uniforme apropiado distingue a los soldados de los terroristas. La sangre derramada es la misma. «Un asesinato te convierte en un villano, millones en un héroe. Los números santifican», lamentaba el Monsieur Verdoux de Chaplin camino de la guillotina. También el uniforme, que exonera del crimen por la obediencia debida.
Supongo que en esencia todos llevamos uno y pareciera que cada vez más ceñido, aunque posiblemente como en cualquier otro tiempo. Siempre ha habido rojos y azules, blancos y rojos, azules y grises... El uniforme puede ser un chaleco acolchado o una pañoleta que describan lo que somos y pretendemos ser. Puede ser una etiqueta ideológica que nos defina y nos encorsete. En las tribunas y en los platós todos obedecen al uniforme crudo bajo sus tergales y sedas. En las redes sociales ningún anonimato oculta el uniforme que se profesa. La militancia precede al pensamiento. El uniforme, a la comprensión.
Del uniforme no debiera importar tanto el tejido que muestra como la carne que tapa. He leído que el traje de conejita de Play Boy fue el primero que se inscribió en la Oficina de Patentes y Marcas de Estados Unidos. El único uniforme que nos atañe a todos es el de la piel desnuda y lo que implica; que en verdad todos somos iguales ante la vida y la muerte, el pelele y el sudario, esos otros uniformes, en el viaje de esta diminuta roca por el espacio infinito.
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