Opinión | Ni diestro ni siniestro
El éxito actual de los 7 «pecados» llamados capitales

"Mesa de los Pecados Capitales", El Bosco / ©Museo Nacional del Prado / FDV
Los famosos «pecados» capitales nunca han sido tan rentables ni populares, ni han tenido tanto éxito como en el siglo XXI. Sin embargo, hoy, estas siete esenciales formas de comportamiento humano se conocen no tanto por su nombre propio (avaricia, gula, envidia, ira, lujuria, pereza y soberbia), sino por su eufemismo contrario y delator: solidaridad, abstinencia, cancelación, impotencia, castidad, liderazgo y narcisismo.
Fíjense que estas siete palabras, tan frecuentes en nuestra ideología democrática, son el reverso eufemístico que oculta el tabú de los siete respectivos «pecados», condenados por los moralistas de todos los tiempos, desde los filósofos antiguos (Sócrates, Platón, Epicuro...) hasta lo más exquisito de lo políticamente correcto de nuestro siglo XXI, pasando, por supuesto, por los padres de todas las Iglesias y creencias religiosas.
Observen cómo la filosofía, la religión y las ideologías, en todos los momentos de la historia, se dan la mano para condenar determinadas costumbres humanas y darles un nombre que las haga simpáticas en cada tiempo y lugar. Es una forma de convertir el vicio en virtud, la necesidad en consumo y la mentira en verdad. Y todos contentos. Les explico cómo funciona el cambalache.

Detalle de la obra de El Bosco "Mesa de los Pecados Capitales" / Museo Nacional del Prado / FDV
Hoy se condena la avaricia, y en su lugar se habla de solidaridad. La gula está mal vista, y en su nombre no se dice que comer carne sea pecado, o mandamiento religioso, sino maltrato animal. Lo que antaño era ofender a Dios, hogaño es ofender a un animal. La divinización del animal es un hecho. Puedes perdonar a tus enemigos, pero no a los enemigos de tu mascota. ¿Notan la diferencia entre Dios y un perro? Lo que antes era pecado, hoy es delito.
La envidia, que es la forma más siniestra de admiración, se disimula, y para quitar de en medio a quien estorba, dado que ya no se dispone de un tribunal como el de la Inquisición, se le «cancela» en términos anglosajones, es decir, se le quita de en medio. Desaparece del espacio público. Lo que antes se hacía en nombre de la religión, hoy se impone en nombre de la cultura. Y a callar, nunca mejor dicho.
Por su parte, la ira, tradicionalmente tan guerrera, asociada a la venganza y la injusticia, queda hoy en manos de la impotencia, porque para acudir a la Justicia es necesario, en muchos casos, disponer de dinero y recursos, a menos que se goce de un aforamiento, que es lo más parecido en democracia a lo que en el Antiguo Régimen, anterior a la revolución francesa, suponía una justicia para los nobles y otra justicia, muy diferente, para la plebe. Antes estaban aforados los nobles, hoy lo están los políticos.
¿Qué decir contra la lujuria? Baste imponer, una vez más en la historia, la castidad, intimidar y amedrentar con la sexualidad, estimular ―valga la paradoja― la anhedonia y la vida anafrodita (que es como la eremita, pero sin onanismo). Borges decía que sus noches estaban llenas de Virgilio. Pobre Borges... Las noches ―estarán de acuerdo conmigo― no son para meterse en la cama con Virgilio. Pero es posible que Borges no dispusiera de otros medios. Y en lugar de ser discreto, exhibía, con narcisismo, una virtud ―la lectura― que era en realidad una deficiencia: la carencia de satisfacción sexual.
La pereza, por su parte, se ha exterminado bajo los imperativos y exigencias de los amigos del comercio, quienes han puesto en circulación un mito muy atractivo y estimulante: el liderazgo. Un líder es un esclavo de élite, diseñado por la cultura anglosajona para que el trabajador pierda la consciencia del esfuerzo al que el trabajo le somete, rinda más y calle para siempre, porque la queja está proscrita. Se llama autoexplotación laboral. Observen que un líder estimula el trabajo, no defiende los derechos del trabajador. El liderazgo está en función de la productividad, no del derecho del obrero (ahora se le llama operario). El líder te hace creer que el trabajo no te hará libre, sino feliz. Es lo mismo que convencerte de que el dolor te dará placer, la muerte vida y la esclavitud libertad. A esto se le llama ahora crear buen ambiente laboral.
¿Soberbia? Nunca. Narcisismo... siempre. ¿Qué son las redes sociales? El paraíso del yo ideal. El mundo de las apariencias personales. No es que la gente vea gigantes donde hay molinos, no: es que la gente cree ser un gigante, el mayor de todos, en su miseria cotidiana. Resultado: la frustración permanente. La sala de consulta del psicólogo. Cuando los sentimientos están por encima de la realidad, si algo falla, la culpa la tiene la realidad, es decir, el prójimo, o sea, los demás. Yo, no. El narcisismo es la irresponsabilidad suprema del propio yo y la imputación del prójimo: no cabe mayor soberbia respecto a uno mismo.
Díganme ustedes ahora si el éxito de los antiguos «pecados» llamados capitales no goza hoy de más y mayor fortuna y prosperidad que nunca en la historia de la Humanidad. Gracias a la neolengua de Orwell, ese arte de llamar a las cosas por un nombre equivocado y engañoso, seductor y fraudulento, estos pecaditos tradicionales son en nuestro siglo XXI de una rentabilidad asombrosa y excelente.
Hoy somos solidarios (en apariencia), abstinentes (en público), políticamente correctos (por la cuenta que nos tiene), impotentes (porque, aunque haya razones para defenderse, no hay huevos, como dijo el mismísimo Donald Trump), castos (por desgracia: tomen ejemplo de Borges, que llenaba sus noches con Virgilio), líderes (siempre y cuando nadie verifique el resultado de nuestro trabajo) y narcisistas a todas horas (aunque lo que se exhiba sea el narcisismo de la modestia, la pobreza, la vida humilde y otras patrañas por el estilo, propias de intelectuales y filósofos, y demás coleccionistas de premios artísticos, literarios, culturales y políticos, valga la cuádruple redundancia).
La virtud sólo existe allí donde hay un vicio que ocultar, y hoy la gente exhibe más virtudes que nunca porque tiene más vicios que un dios griego o un diablo que sabe más por malicioso que por viejo. Todas estas virtudes resultan demasiado anómalas y extrañas para ser tan naturales y verdaderas. Tanta ejemplaridad y bondad hace que el comportamiento humano del siglo XXI sea uno de los más sospechosos ―y fraudulentos― de la historia. Las personas extremadamente buenas son extremadamente misteriosas. La virtud es siempre sospechosa. La perfección es incompatible con el género humano y lo bueno es enemigo de lo mejor. La felicidad de los virtuosos es la mayor mentira de la historia de la Humanidad.
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