Opinión | Dramatis Personae
Monseñor

Juan Antonio Reig Pla / Ricardo Rubio
Monseñor Reig Pla es un profeta perturbado y furibundo porque así deben serlo los profetas. Dios nunca ha elegido voceros tibios, que susurren y transijan. No los busca diletantes, que apenas acaricien la superficie, ni polemistas que negocien sus argumentos. Necesita paladines que desafíen a los reyes en sus propios palacios y mártires ansiosos por inmolarse ante las multitudes. La palabra, que nadie más había conocido o que quizá se había olvidado en el fragor de la era, los ha transformado cuando regresan alumbrados del desierto o de sus retretes. Su propagación exige ese fuego.
«Venimos del infinito amor de Dios, que nos ha dado la vida a través de nuestros padres y esto asegura tu origen. No eres un fracaso, ni desde el origen», estaba proclamando en su homilía, en la Basílica de la Anunciación de Alba de Tormes, y ha añadido: «También para los niños que nacen con discapacidad física o intelectual o psíquica... Esto ya es herencia del pecado y del desorden de la naturaleza. Pero han sido llamados por Dios y tienen también como nosotros todo el fundamento de nuestra existencia en Dios».
No ha afirmado monseñor, contra quienes lo critican, que el pecado específico de unos progenitores se transforme en la tara de sus hijos. Denuncia el pecado original, que se hereda, contagia y perpetúa, corrompiendo el mundo, como lo describió Santo Tomás de Aquino. Monseñor ya había hablado en otras ocasiones de la «malicia del pecado», como en aquella misa que TVE retransmitió en el Viernes Santo de 2012: la concupiscencia de los adúlteros; la homosexualidad que se inculca y prostituye; el descontrol de los adolescentes entregados al placer; el infierno en vida que aguarda a las que abortan...
Monseñor es un anciano desorientado, que se guarece en su casulla y su púlpito de un mundo que ha cambiado y que él ya no comprende. Dios, cualquiera de los miles que el ser humano ha fabricado para explicar el universo, se bate en retirada conforme la ciencia avanza y se aferra a los rincones que todavía no ha iluminado. Ese «Dios de los vacíos», cuyo uso Nietzsche le reprochaba a los curas por «rellenar cada hueco con sus delirios».
Monseñor Reig atribuye al pecado lo que debiera a los alelos y a los neurotransmisores. Y quisiera sujetarle las riendas a una sociedad que se ha sacudido el apolillamiento que la asfixió, aunque a veces experimente retrocesos. En el progreso inevitable de los tiempos unos participan, otros se adaptan y algunos se quedan en la cuneta, gritándole al planeta que se detenga.
Nos puede suceder a todos, incluso a aquellos a los que Dios jamás nos ha encomendado su representación. Añoramos de la infancia aquella disciplina clara y precisa que se nos imponía en nombre de ese ser misterioso y su plan perfectamente diseñado. Era una realidad comprensible, sencilla y coherente, sujeta a un código de retribuciones y castigos. A Reig le encantaría que la sodomía provocase los terremotos y no las placas tectónicas. Lo cierto es que ni los agujeros negros más distantes ni los quarks más diminutos obedecen a ninguna fe que él profese. Enfrentado a su inminente eternidad, la misma nada de la que procede, intenta convencerse más a sí mismo que a sus feligreses de que Dios lo ama. Monseñor es tan sólo un niño asustado.
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