Opinión | Cuaderno de bitácora

The level

Una mujer nadando en una piscina.

Una mujer nadando en una piscina. / FDV

Ser moderno es facilísimo. Le das a un botón y le preguntas a tu teléfono móvil por las guerras carlistas y voilà, dispones ya de un estudio detallado con pormenores, fechas y ensayos. Los que vivimos en Europa, ajenos a todo en nuestra cápsula de cristal, también nos creemos avanzados en cuanto a trato y escala social y en todo lo relativo a sueños potencialmente cumplibles.

Sin embargo, cuando fue el famoso apagón en el que Vigo estuvo unas 16 horas desconectado, cundió el pánico. No por no tener luz y echar a perder los pocos langostinos que quedaban de Navidad en el congelador, sino por la inesperada incomunicación, que nos llenaba de incertidumbre. Según la compañía telefónica de cada cual, algún afortunado podía tener alguna rayita de «datos» y enviar un mensaje a ese familiar que sabe que vive solo, pero la mayoría estábamos completamente fuera de juego. ¿En qué momento decidimos unificar la vía telefónica con la electricidad? ¿Acaso no hemos aprendido nada de los tiempos de guerra? El carecer ahora de esta sencilla vía comunicativa era más grave que nunca, porque estamos ya habituados al hecho de conectarnos de forma constante: Whatsapp, Telegram, Instagram, el correo electrónico… A lo mejor llega el momento de frenar un poco tanta modernidad y de hacerse con uno de esos elementos desechados: la radio con pilas y, si puede ser, con alimentación por carga de energía solar; la cocina de gas y, por si explota el sistema del todo, la de leña: al menos se puede ir al bosque a por la fuente de energía.

A mayor abundamiento, y en cuanto a modernidades que a lo mejor lo que hacen es atrasarnos un poco de más, les voy a contar mi reciente viaje a La Palma por ocasión del puente de mayo: ya que tenía que asistir a una feria literaria, aproveché y estiré el fin de semana para permanecer en la isla unos días y disfrutar un sol que el marketing canario me había ofrecido y que apareció solo cuando le dio la gana. El caso es que mi familia y yo nos alojamos en un hotel de cuatro estrellas, con piscina casi infinita y frente al mar: recordaba mucho a esos grandes complejos típicos de la Riviera Maya, dispuestos a ofrecer un mundo perfecto y prefabricado al cliente. La música de fondo era relajante y los sofás se repartían por todo el complejo junto a libros que habían sido dejados aquí y allá en un simulado abandono. Las palmeras hacían juego con el césped, mullido como el abrazo de un oso de peluche. El desayuno bufé era extraordinario, como es de suponer, y varios cocineros se afanaban en hacer tortillas y revueltos a gusto del consumidor. Sin embargo, antes de acceder a la sala del desayuno, casi me confundo y entro por una puerta adyacente.

—Perdone, creo que usted no puede entrar ahí.

—Ah, perdón, creí que era la sala de desayunos.

Sonrisa medida de mi interlocutora.

—¿Es usted cliente level?

—¿Level?

Solo entonces me fijo y me doy cuenta de que la puerta por la que casi me cuelo dispone, sobre su dintel, de la frase «The Level». Así, en inglés. «El nivel».

—Hum. No sé, somos clientes normales.

—¿Normales? Bien, en tal caso vengan por aquí.

Y así, nos hizo pasar a la sala correcta, la de los desayunos extraordinarios, con terraza y vistas a la playa y al mar. Me pregunté cómo serían las vistas de la otra sala, que para mejorar lo que yo ya tenía debían de incluir bailarines tropicales por lo menos. ¿Qué revueltos harían? ¿Tendrían huevos camperos extra, o usarían los de la gente normal?

Nadie me había preguntado si quería pagar más, o menos, por la habitación. No me interesó saber qué había que hacer para «tener nivel», pero pensé que no había nada menos elegante que aquella elegancia burguesa y exagerada que excluía a unos y resaltaba a otros con cortesías en desmesura. ¿Lo ven? Tan modernos, y tan antiguos. Pasan los años, y los siglos, y el mundo gira en la misma rueda hasta que un día, pluf, se va la luz y todos somos lo mismo.

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