Opinión | Dramatis Personae

La factura de la luz

Horacio Quiroga

Horacio Quiroga / FDV

Siempre que se va la corriente me quedo quieto, como cuando de niño jugábamos a las tinieblas en los cumpleaños, bajando las persianas. Mientras mis primos mayores bullían por la habitación, ululando, yo me apretaba contra una esquina. No me asustaban ellos, sino los monstruos que presentía en cada roce. Los mismos que después me acecharían en el pasillo, escalofriándome, y cuyo resuello agitaría levemente mis sábanas, bajo las que me habría refugiado hasta que el alba los espantase.

Aunque el gran apagón se produjo de mañana, yo temí enseguida por el aún distante ocaso. «Mi mamá siempre decía que no hay monstruos reales, pero los hay», le dice Newt a Ripley en Aliens y le advierte que deben esconderse porque «salen casi siempre de noche». Los monstruos han sido una especie invariablemente nocturna desde que las fieras nos depredaban. Se han alimentado de la oscuridad porque nuestra ceguera les permite adquirir la forma exacta de nuestros miedos, que nunca sabríamos describir cuando abrimos los ojos. Nos desentrañan y nos parasitan. Nada nos retrata mejor que los monstruos que imaginamos.

Se acostó el sol tras las Cíes, en fin, como tras los Cárpatos en el Drácula de Coppola, y pensamos que se desatarían purgas en los edificios o que hordas de malhechores asaltarían los comercios igual que sucedió en 1977 en Nueva York. Ninguno de esos desastres se produjo. Los conductores se respetaban en las rotondas. Los vecinos se alentaban en los descansillos. Nos acostamos antes y quizá incluso dormimos mejor. Fuimos capaces de contener a los peores monstruos, que son los que cobijamos en nuestro seno. Si esa negrura se hubiera prolongado, quién sabe... Con «noche y niebla» gobernaron los nazis.

Horacio Quiroga se pasó la vida engendrando monstruos, como el que habita en El almohadón de plumas de su cuento. Los amaba y los comprendía, por muy terribles que los concibiese. Ya cincuentón, el escritor uruguayo fue internado a causa de un cáncer de próstata inoperable, que le producía terribles dolores. Días después se enteró de que en los sótanos de aquel sanatorio bonaerense habían recluido a un hombre, Vicente Batistessa, a quien la elefantiasis había generado grotescas deformaciones por todo el cuerpo, que horripilaban en sociedad. Quiroga exigió que lo trasladasen a su propia habitación y que recibiese las atenciones apropiadas. Entre ellos nació una breve y hermosa amistad.

A Batistessa debió confiarle Quiroga sus últimas inquietudes y desvelos. Tal vez incluso las ideas para esos poemas y novelas que ya jamás podría escribir. Doblegado por la agonía, salió de paseo, compró cianuro en una farmacia y lo ingirió delante de su protegido la madrugada del 19 de noviembre de 1937.

Un aparente monstruo lo confortó en su viaje hacia la muerte, esa noche infinita, y resultó la mejor compañía. Batistessa dedicó el resto de su vida a cuidar los jardines de la clínica y a consolar a los desahuciados. Quiroga ya sabía entonces lo que aquel niño que fui yo tardó algún tiempo en comprender. Los verdaderos monstruos no reptan entre las sombras ni se esconden en los armarios. Se exhiben de día, bien trajeados, y poseen lujosos despachos. Son los que siembran odios e imponen medallas. Los que incluyen el sufrimiento humano en sus márgenes contables. Los que justifican su vileza en Dios, la patria o el beneficio. Esos monstruos ya no se amparan en la oscuridad. Se han apropiado de la luz y nos pasan su factura.

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