Opinión | Dramatis Personae
Bajo una estrella errante

Lee Marvin, en la escena final de «La leyenda de la ciudad sin nombre».
No importa lo que sucede, sino cómo lo narramos. Todo lo que vivimos o soñamos se acaba transformando en historias que nosotros mismos difundimos o que otros relatarán cuando ya nos hayamos ido. Nos define como especie aquel primer corrillo alrededor de una hoguera, recién domesticado el fuego. «Yo os contaré...», pronunció el anciano, inaugurando el sexto día de la creación. Doscientos mil años después nos seguimos contando quiénes somos en cada ensayo y telediario; en cada homilía y discurso; en cada tuit y tik tok; en cada novela y poema. Nos conforma lo que somos, nos proponemos y anhelamos; también lo que hubiéramos podido y fingimos ser.
La realidad, o sea, se compone de películas que se entreveran. Protagonizamos la nuestra a la vez que ejercemos de secundarios o figurantes en las ajenas. Todas, las más humildes producciones y las más lujosas, están de alguna manera conectadas. Escribimos el guion, algunas líneas de diálogo al menos, o en general nos lo escriben, incluso aunque aparentemente no figuremos en la trama.
Asistimos hoy entre el estupor y la impotencia a la escenificación de la política mundial. Los aranceles que se amagan o erupcionan, el vaivén de las bolsas, las amenazas que se profieren y las nuevas alianzas que se edifican. Todo lo que se maquina en esos salones privados y en esos estrados públicos, aunque distantes, nos afectará en lo más íntimo. Se alzarán los precios y abundarán los despidos. Una vez más, sin embargo, no importa lo que sucede, sino cómo lo narramos y nos lo narran. Las películas consisten, sobre todo, en mirada.
«Hay un nuevo sheriff en la ciudad», proclamó JD Vance en su viaje a Europa. No eligió la imagen por casualidad. Trump se percibe así, un John Wayne en Río Bravo, aunque nos recuerde más a Gordon Gekko en Wall Street. Trump quiere resucitar la épica de la conquista y del destino manifiesto, Putin ejerce de malo de James Bond, en el congreso español Sazatornil pregunta por sus inodoros y una niña con chaquetón rojo corretea entre las ruinas de Gaza en esta confusa geografía de géneros. Asistimos a tragedias que el tiempo convertirá en comedia y a astracanadas que el destino amargará. Andamos sobrados de dolor y sarcasmo. Necesitamos la sencillez inocente de los musicales.
El rostro embelesado de Michael Clarke Duncan en La milla verde, a la sombra de la silla eléctrica, mientras Fred Astaire y Ginger Rogers bailan mejilla contra mejilla. Mi propia fascinación infantil, aliviada de caprichos y rabietas gracias a las cabriolas de Gene Kelly y el ratón Jerry o con esos siete hermanos leñadores, espantando a los otros pretendientes de sus novias. Todo cala y se endulza, incluso aunque los Sharks y los Jets se escupan su odio, Javert se lance al Sena, llueva sobre Cherburgo y Mia y Sebastian recapitulen su amor roto.
A veces, en el trayecto al trabajo, me imagino que los pasajeros del autobús ejecutan de repente una coreografía, agitándose sobre los asientos y alrededor de las barras. O miro a la calle y todo late al unísono; un lugar hermoso, lleno de pequeñas historias que merecen la pena. Así debería narrarse el mundo; no como un western de héroes y villanos, sino como un musical cotidiano. Al fin y al cabo todos hemos nacido bajo una estrella errante. Yo os cantaré...
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