Opinión | Dramatis Personae

El viaje del pez abisal

El especimen de diablo negro avistado en las aguas canarias.

El especimen de diablo negro avistado en las aguas canarias. / Marc Martin

Ese diablo negro descubierto en aguas canarias, aunque diminuto y grotesco a nuestros ojos, era uno más entre los suyos. Un diablo negro promedio, anodino e insignificante. No lo distinguían, en apariencia, extravagancias o dotes. Había nacido entre miles de huevas, sin que ningún prodigio lo anunciase, y creció sujetándose a las reglas de su mundo abisal. Comía a la vez que evitaba ser comido, desplazándose según le habían inculcado; ni más arriba ni más abajo. No le agobiaba la oscuridad, apenas rota por las luminiscencias propias y ajenas. Tampoco lo aplastaba la presión. Nada conocía ni debiera haber deseado lejos de esas profundidades. No se puede añorar lo que se ignora.

El diablo negro, ese y no cualquiera, sin embargo, intuía otro mundo más allá de su alcance. Quizá un fulgor tenue si alzaba la cabeza o la súbita y pasajera calidez de una corriente distante, que sólo él era capaz de distinguir o que los demás preferían despreciar. Ninguno de sus congéneres sabía de sus presentimientos y anhelos. A ninguno anticipó su plan, que nunca trazó en detalle, y si lo insinuó, tampoco lograron disuadirlo. Simplemente comenzó a subir, de repente, sorprendiéndose a sí mismo por el atrevimiento. Sin entenderlo pero aceptando la irreversibilidad de cada aleteo. Un poco más lejos del hogar concreto y civilizado, al que jamás se había resignado; un poco más cerca de una fantasía de vagos contornos y por eso mismo amada sin remedio.

Mil veces habrá estado a punto de darse la vuelta, asustado o por nostalgia de los afectos que había abandonado. Otros peces, cada vez más estilizados, plateados y gráciles, lo habrán rodeado, reprochándole su extranjería y su impertinencia. Ningún obstáculo, aunque todos razonables, contrapesó su ansia de luz y ligereza. Nos lo han enseñado rodeado de un azul cegador, asomándose a la superficie. Extasiado pese al dolorido rumor en sus entrañas. Era perfectamente consciente de que ese resplandor y ese oxígeno lo estaban matando a la vez que lo salvaban, pero no podía ni quería regresar.

Duró apenas unos días, mientras se mecía suavemente en la resaca hasta apagarse. Su cuerpo, tan sólo un bulto grosero sobre una gigantesca palma humana, se guarda en el Museo de Naturaleza y Arqueología de Santa Cruz de Tenerife, donde lo someterán a estudio. Los científicos han empezado a elucubrar teorías sobre su insólita aparición: una presa que, al descomponerse en su vientre, lo hizo flotar; él mismo, tragado y escupido por una medusa; el impulso de una fisura volcánica...

Necesitamos causas que acomoden ese diablo negro a su especie y expliquen, en todo caso, su transgresión. Será la víctima involuntaria de un acontecimiento externo o un enajenado, sometido al castigo apropiado por su rebeldía, como en una tragedia griega. Y así los océanos reposarán nuevamente en orden. No lo recordarán en su fosa natal ni se transmitirá su relato a las siguientes generaciones. A nadie le ha contado la belleza del mar cuando se funde con el sol y el ensalmo de la ingravidez. Si pudiese, les habría jurado que no cambiaría un solo instante de esa breve y embriagadora felicidad por todos los años de indiferente rutina en la que seguimos nadando los demás; diablos negros sumidos en nuestra noche.

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