Opinión | Haciendo amigos

Francamente, querida, sí importa

Esta es una de esas historias que vienen con lo que los escritores llamamos «girito final». Ya se lo adelanto, no va a ser de los que dejen un buen sabor de boca…

Hace unos días fui a un instituto para participar en un encuentro con alumnos. Mientras esperaba en el pasillo a que iniciase la actividad, desde la sala de al lado empezó a llegarme una musiquilla. Unos chavales se habían colado en el aula de música y estaban trasteando con un xilófono. Ya saben, ese instrumento en el que toques lo que toques todo suena bonito, dulce, inocente. Como a caja de muñecas. Hasta que caí en la cuenta de qué era lo que estaban tocando. Y, como un disparo, la melodía me conectó con una noticia que acababa de escuchar de camino al encuentro. Una iniciativa del gobierno que, al parecer, no es importante ahora mismo. ¿Que no? Dejen que les cuente algo.

Lo primero que supe sobre el franquismo lo aprendí en mi casa. Me lo contó mi familia cuando lo cierto es que no debería haber sido así: en teoría, la asignatura de Historia que en mis años de instituto se impartía en nuestro antiguo COU tenía todo un tema dedicado a esta parte tan importante de nuestro pasado reciente. Pero, por desgracia, la historia nunca llegaba tan lejos…

Aprendíamos con detalle todo lo relacionado con el feudalismo, los viajes de Colón y también con la revolución industrial. Pero claro, sucede que, volando voy, volando vengo, por el camino nos entreteníamos tanto que, llegados a ese punto del temario, nunca quedaba tiempo para hablar del franquismo en profundidad. O, por lo menos, con la atención que esa parte de la materia merecía.

Y sí, sí, lo del feudalismo está muy bien, sobre todo para comprender un poco mejor cómo se heredan a día de hoy nuestras diputaciones provinciales. Y tampoco está de más conocer los entresijos de la revolución industrial, aunque nada más sea para que los chavales se vayan haciendo a la idea de que lo de vivir explotados es mucho más viejo que el reguetón. O, hablando de las américas, lo de Colón tampoco está de más para que esa misma chavalada se vaya haciendo a la idea de que lo de buscarse las castañas en el extranjero tampoco es cosa de ahora. Vale, sí. Pero, ¿y lo otro?

Porque fuera de todo esto, y puestos a establecer prioridades, si tengo que escoger, a mí Colón me importa tanto como su huevo. Como dirían Les Luthiers, «Ya está, ya fue». Pero no así Franco. Además de ser el responsable de un golpe de estado, una guerra y un periodo de infamia feroz que, como poco, sumió al país en un atraso del que aún seguimos recuperándonos hoy, tampoco está de más señalar que él y sus cómplices fueron los responsables de un dolor, de una devastación mortal que, por más que nos empeñemos en negar, aun sigue siendo identificable en muchas de nuestras casas. De lo que estamos hablando es de un dictador y de los responsables de la mayor desgracia conocida por España en todo el siglo XX. O sea, de ayer por la tarde. Que en la Puerta del Sol todavía son visibles las cicatrices de la desgracia, maldita sea… Pero sucede que las nuevas generaciones no lo saben. Es más: no solo es que no lo sepan, es que (y perdonen que se lo diga así) no tienen ni puta idea al respecto. Ni de quién fue Franco, ni de lo que hizo ni –lo que es más preocupante– del enorme riesgo que supone ignorar el hecho de que los errores que no se conocen son muy susceptibles de volver a ser cometidos.

¿Y por qué estoy tan seguro de todo este desconocimiento? Bueno, a estas alturas ya se lo imaginarán, pero si no aquí les viene el «girito»: la melodía que los chavales tocaban alegremente en el xilófono de juguete era el Cara al sol. Y, ahora sí, disfruten del sabor que les ha quedado en la boca. El de lo rancio, el de lo podrido. El sabor de lo repugnante.

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