Opinión | Cuaderno de Bitácora
La salsa de la vida

Vista del interior del Teatro García Barbón / Marta G. Brea
Hace unas semanas pasé por Madrid. La gran urbe, donde cuando dices que un lugar está a solo una manzana de distancia quieres decir, en realidad, que bien puede llevar un cuarto de hora llegar a la esquina de la avenida en cuestión. El caso es que, ya que estaba por allí, me dije: ¿y por qué no ir al teatro? La gran capital es gigantesca y puede llegar a engullirte, pero desde luego tiene algo muy positivo e innegable, que es una enorme oferta cultural. Si en Vigo llego a tener tal ocurrencia, habría complicaciones para obtener entradas de una obra de mi gusto, pero lo cierto es que allí tuvimos que hacer una criba para terminar de escoger entre un vergel de posibilidades. Dado que íbamos con un menor, nos decantamos por una comedia para todos los públicos: «La función que sale mal», en el Teatro Amaya.
La obra en cuestión era un disparate histriónico y con un tipo de humor de corte británico, en el que unos actores pretendían ejecutar una obra de teatro con crimen incluído, tipo Agatha Christie, pero todo les salía mal: el decorado se rompía, los actores «se equivocaban» o desmayaban y se sucedían un sinfín de accidentes. Nos reímos bastante y todo el elenco era fantástico. Parte de la gracia del asunto estaba, naturalmente, en lo que acompaña siempre cualquier salida al cine o al teatro: la compañía, el ritual de la cena previa o posterior, el paseo y el distraer la mente de nuestras mundanas miserias. Tengo la sensación de que el teatro en concreto genera un impacto más profundo, porque se pueden ver en directo la carne y la vida, la creatividad y la puesta en escena. En este contexto, los matices y burbujas no cesan.
No digo yo que en Vigo tengamos que tener un ramillete cultural tan nutrido como el madrileño, que a fin de cuentas tiene que atender a más almas perdidas que las de nuestra pequeña ciudad, pero no estaría nada mal que obras como la de «La función que sale mal», estrenada en el West End de Londres en 2012 y con ya ocho millones de espectadores, fuese uno de esos reclamos de la cartelera viguesa. Tenemos pocos teatros y, aunque me consta que nuestros hijos son llevados a ver obras por cauce escolar, las funciones casi siempre parecen guardar un toque infantil exagerado para su edad o una directriz didáctica algo simplona. De esta forma me temo que no podremos aficionarlos al arte escénico que tanto gustaba a Lope de Vega.
Cuando se habla de cultura, a veces tengo la sensación de que se cubren los gastos de los presupuestos para el departamento, sin más: no hay movimiento cultural propiamente dicho, ni debate ni encuentro. Es cierto que tenemos las navidades más luminosas del mundo, pero este hecho no me atrevería a encuadrarlo exactamente en el departamento cultural, sino en el de festejos y turismo. Nuestra Feria del Libro —y doy fe porque hace dos años fui pregonera— es raquítica, escasa y de organización obsoleta. Disculpen mi áspera sinceridad, pero a estas alturas para qué suavizar lo evidente.
Me pregunto si más allá de la política, de los negocios y del haber y el deber, algún día podremos tener en Vigo algo de toda esa magia que se esconde en la gran capital. Quizás algún espíritu joven, con el ímpetu que ofrece la indomable juventud, pueda lograr con su vehemencia que algunas de esas chispas creativas puedan llegar a nuestra costa. El programa nunca será tan amplio ni diverso, pero hasta en una función en que «todo sale mal» se puede encontrar la salsa de la vida.
Suscríbete para seguir leyendo
- El jesuita gallego que escucha a los presos en Tailandia
- «Opero unos mil tumores de pulmón al año»
- El legado de Eduardo Barreiros
- En Vigo entendí la importancia que para un trabajador supone tener conciencia de clase
- Los camarones de la Ría de Vigo al descubierto
- “Cuando gané el oro en Atenas sentí que rompía una maldición”
- “La crónica de cómo llegaron a Galicia los restos del Santiago no tiene ningún fundamento”
- Seis hijos en cuatro meses: familias a contracorriente