Opinión | Dramatis Personae
Un poco de sol

Prisioneras de Auschwitz empleadas como mano de obra esclava. / Museo del Holcausto de EEUU
No podemos cambiar ni nada especial nos sucede cada 1 de enero, aunque la Tierra haya completado su ciclo alrededor del Sol. Nuestro sistema solar tarda 250 millones de años en realizar su propia circunvolución a la galaxia. Así de insignificantes somos; los mismos en cualquier caso que antes de esas doce campanadas. Cuando se haya detenido la vibración de la última nos seguirán definiendo las tibias virtudes y miserias con las que tejemos la vida cada día.
Necesitamos estas piedras miliares, sin embargo, como altos en el camino. Nos facilitan la fantasía de que podemos comenzar de cero o al menos rectificar los pasos torcidos. Afrontamos cada fin de año como una visita al confesionario o una mudanza de casa. Pretendemos reordenar nuestras almas y nuestras pertenencias. Ante el calendario en blanco repasamos pecados y catalogamos propósitos de enmienda. Esas promesas constituyen una esperanza frágil y delicada como una gota de rocío, que inevitablemente se evaporará. Claudicaremos más pronto que tarde a apetitos, instintos y pulsiones. No podemos cambiar.
A Stanislawa Rachwalowa la internaron en Auschwitz a finales de 1942. Libertada al final de la guerra en Dachau, a donde la habían trasladado, en 1946 fue encarcelada nuevamente. Las autoridades soviéticas la acusaban de actividades subversivas. Un tribunal militar polaco la condenó a muerte.
En la prisión de Montelupich, en Cracovia, Stanislawa se encontró con María Mandel, supervisora de la sección de mujeres en Auschwitz-Birkenau, especialmente temida por la brutalidad de sus palizas. Mandel aguardaba su propia ejecución en una celda contigua. Ambas se reconocieron mutuamente. Cuando Stanislawa trabajaba en las cocinas del campo, había probado en sus carnes el cinturón de Mandel.
Cuenta Stanislawa cómo disfrutó viendo a su antigua torturadora ahora humillada, fregando los suelos, y cómo se dejó llevar por la ira cuando le ordenaron que ejerciese de traductora con Mandel. Stanislawa le escupió las instrucciones –«achtung, schnell»– como a ella le había sucedido y la abofeteó. Justo en ese instante reconoció en la mirada de Mandel el exacto miedo que Stanislawa había padecido y en sí misma «a la bestia que todos llevamos dentro», escribiría. Esa noche lloró amargamente sobre su jergón.
Volvieron a verse una vez más en las duchas, a solas y desnudas. Mandel se aproximó a una Stanislawa temblorosa, atenazada por los recuerdos, que no se esperaba la repentina súplica.
–Pido perdón.
–Yo perdono –respondió Stanislawa, estrechando su mano húmeda.
–Dziekuje –se despediría Mandel mientras las guardianas se la llevaban. «Gracias», en polaco. Sonreía. A Mandel la ahorcaron poco después. A Stanislawa le fueron conmutando penas hasta que la soltaron en 1956 y murió ya octogenaria. Ambas, en cierto modo, se liberaron de sus monstruos.
No podemos cambiar ni desandarnos. Nos exigimos demasiado. A nuestro alcance, por contra, están esos pequeños actos, como pedir perdón y perdonar, que de alguna manera nos redimen. El padre de Jack Lemmon, en su lecho de muerte, le encomendó: «Derrama un poco de sol por el mundo». Es un buen propósito, asequible, mientras este diminuto planeta prosigue su viaje alrededor de su indiferente estrella.
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