Territorio de artista
Los Quesada Legido, una saga de artistas
Los hermanos Marieta, Bibi y Yayo, hijos del dibujante Antonio Quesada y de la pintora Ana Legido, desarrollan sus facetas artísticas individuales en sus estudios ubicados en una finca de Vincios

Pedro Fernández
Hijos, sobrinos y primos de artistas, los hermanos Marieta, Yayo y Bibi Quesada Legido crecieron entre pinturas, exposiciones, libros de arte y blocs de dibujo. Cada uno ha desarrollado su propia trayectoria y ahora sus caminos se han vuelto a unir en un mismo espacio: en la finca de Vincios, en Gondomar, donde Marieta tiene su casa desde que regresó a Galicia hace seis años. Ahí también vive desde hace un año Bibi, en una casita de cuento con una habitación excavada en la roca y un árbol en medio de la galería. Y también Yayo, que habita otra pequeña casita a la espera de hacerse una vivienda propia en la parte baja del terreno.
Los tres han unido sus soledades y se hacen compañía, cada uno desarrolla su creatividad e intercambia constantemente impresiones con sus hermanos. Han creado una especie de comuna artística en la que se ayudan, se animan y también dibujan proyectos juntos, el más inminente, un encuentro con otros amigos artistas en el bar Cereixa, donde Yayo echa unos dardos cuando desconecta de sus óleos, y donde prevén exponer sus obras y crear un espacio cultural estable para el municipio miñorano.
Sus primeros maestros fueron sus padres: el dibujante y pintor Fernando Quesada, autor de las viñetas de humor que durante 50 años no faltaron a su cita diaria con los lectores de FARO DE VIGO, y la también pintora Ana Legido. «Teníamos tanta facilidad para acceder al arte. Y tanta influencia. Los domingos nos tocaba ir a ver exposiciones con ellos. Y en verano, en cuanto acabábamos el colegio, nos llenaban de blocs de dibujo y de pinturas», relata Marieta, la mayor de los tres y la que tiene una trayectoria más amplia como pintora consagrada. «La influencia te venía por todos los lados, era imposible abstraerte del mundo del arte; en casa siempre se estaba hablando de pintura, estábamos rodeados de libros de arte», comenta Bibi, quien optó hacer del periodismo su profesión pero no abandonó el hobby de bordar coloristas tapices. «Si vives con unos cracks, al final acabas controlando de pintura, pero los genes no son nada si no hay trabajo después», tercia Yayo, el benjamín de la familia.

Los hermanos Quesada Legido: el arte en las venas / Marta G. Brea
En ese ambiente artístico familiar, que se extendía también a sus tíos Xaime y Antonio, se criaron también otros tres hermanos (eran seis en total): Fernando, el mayor, teclista de Semen Up; Poti, que estudió Bellas Artes y fue pintora (a los dos se los llevó la década de los 80, al igual que a muchos de una generación de jóvenes que estrenaron libertad y sucumbieron víctimas de los excesos asociados a «La Movida») y David, que dibujaba muy bien pero ha seguido su camino por el deporte y el mundo del ciclismo freestyle.
Marieta

Marieta muestra una de sus piezas en su taller de cerámica. / Marta G. Brea
«Yo admiraba a mi tío Jaime, me impresionaban sus murales, y eso me marcó», explica Marieta, en cuya paleta se pueden ver colores presentes en la obra de su madre. «Somos muy coloristas, mi madre sobre todo, también mi tío Jaime y mi hermana Poti; el sentido del color es innato, muy difícil de adquirir cuando no lo tienes». La segunda de los hermanos estudió Bellas Artes en Sevilla, donde obtuvo el premio extraordinario «no porque pintara demasiado bien, sino porque tenía una pasión tremenda», dice.
En la capital andaluza trabajó con un profesor muralista durante un par de años hasta que «me echó». Le había enseñado una obra que iba a presentar a un concurso (un cuadro que ahora es de la colección Abanca) y él le dijo «devuélveme las llaves». En ese momento no lo entendió, pero más tarde le explicó que la consideraba con capacidad suficiente para iniciar su propia trayectoria. Le aconsejó pasarse dos años encerrada pintando en su propio estudio, sin ver ninguna exposición, asimilando todo lo aprendido durante los años de carrera. Y así lo hizo. Pasado ese tiempo volvió a reunirse con él y le animó a irse a París porque, según él, había muchos artistas destacados en España y yendo a la ciudad del Sena le harían más caso en su país. Y Marieta se trasladó a París, donde trabajó con varias galerías (una de ellas la sala Romanet, en la Rue de Seine), le dieron la oportunidad de hacer un trabajo en el canal de Saint Martin y en 1993 le sacaron un reportaje de cuatro páginas a color en la revista «Le Figaro» titulado «Paris s’entiche de Marieta» (París se enamora de Marieta). El subtítulo de esa pieza le trajo algún problemilla con sus padres, a los que les atribuía erróneamente ser amigos de Picasso. Debió de ser una mala interpretación del periodista: la relación de la familia con Picasso se limita a que su tío Jaime fue recibido por el pintor malagueño en su casa de la costa francesa.
De vuelta a España, Marieta se estableció en Córdoba, ciudad en la que vivió hasta que hace seis años se planteó regresar a su tierra y adquirió la propiedad donde vive con sus hermanos en Vincios. «Llevo toda mi vida pintando y he pasado por muchos estilos y técnicas. Ahora mismo quiero despegarme de lo que he hecho hasta ahora y hacer una pintura mucha más suelta, más espontánea», explica mientras muestra su última obra: la imagen abstracta de una vaca en movimiento creada a partir de color y dibujo, los dos elementos que la fascinan y la caracterizan, junto al movimiento.
En otra pared del salón donde mantenemos la entrevista vemos tres cuadros de su penúltima serie, hecha por encargo para un cliente de Londres. Se trata de tres piezas de temática espiritual que plasman virtudes como el amor, representado por un Cristo crucificado que entrega su vida por los demás, la esperanza, en forma de ángel recogiendo a una persona moribunda, y la ayuda, el consejo. «Me falta la fe, aún no soy capaz de pintarla», advierte Marieta, a la cual su trabajo con galerías a nivel internacional, en Francia, Alemania y Reino Unido, le permite decir que «fuera de España la gente busca más lo espiritual, será que aquí nos hemos vuelto menos piadosos». Sus trabajos anteriores en diez retablos religiosos repartidos por Panamá, Argentina, Suiza, Hungría, Alemania y en las ciudades españolas de Madrid, Barcelona, San Sebastián y Santiago le han conferido una enorme soltura para pintar obras grandiosas.

Algunas de las últimas obras de temática religiosa de Marieta Quesada Legido / Marta G. Brea
En otra pared del salón, donde está el buró donde su padre dibujaba y guardan las viñetas originales que creó para FARO DE VIGO, cuelgan varias pinturas de su serie onírica «Érase una vez un camaleón», creada para la exposición de Abanca en 2023. En ellas Marieta relata a modo de poesía la historia de amor entre un camaleón con el poder de transformar a las personas y una mujer a la que cubre con su sombra, pone miel en sus labios, la transforma y acaba fundiéndose con ella en un abrazo eterno de amor.
«Nunca he visto trabajar a nadie tanto como a Marieta», dice su hermano Yayo. Y lo comprobamos no solo en la estancia donde nos encontramos, en la que pintura de ella, de sus padres y de su hermana Poti comparten espacio con caricaturas entre paredes y muebles decorados por ella, sino también en otras partes de la vivienda en las que descubrimos sus piezas de cerámica y telas artísticas. Entre las primeras, encontramos un payaso de circo, un tiovivo y un globo aerostático. «La cerámica fue para mí un descubrimiento, porque me permite poder desarrollar la creatividad en tres dimensiones; me relaja mucho y me permite dejar atrás el esfuerzo de la creatividad», explica Marieta.
Lo de los tejidos surgió de la necesidad durante la pandemia, cuando creó su empresa Con Arte, en la que comenzó a traspasar fragmentos de sus cuadros y obras enteras suyas a tejidos que comercializa como pañuelos o prendas de ropa. «En la exposición que hice con Roberto Verino en 2022 cada cuadro llevaba su pañuelo al lado, lo que además de un guiño al diseñador era una manera de que las personas que no tuvieran poder adquisitivo para comprar un cuadro pudieran llevarse un pañuelo para enmarcarlo o ponérselo», explica Marieta. También en telas naturales, como lino o seda, realiza trabajos artesanales con técnicas tradicionales de estampación de hojas naturales de su entorno.
Con obra dispersa por medio mundo, desde Nueva York a Tokio, a la que dice seguirle la pista, Marieta transmite energía y optimismo en sus pinturas. «Intento que el arte no se quede solo en mi cuadro, sino que también trascienda a la persona, al ambiente que me rodea, a mi gente conocida y, por supuesto, a mis hermanos», dice. Relata el caso de un hombre francés que le llamó a su estudio de Córdoba con la pretensión de comprarle obra: «Me contó que su madre tenía depresiones fuertes y cuando estaba mal iba a París a comprar obra mía a la galería Romanet. Ella había muerto y su hijo quería obra mía».
Yayo

Yayo Quesada Legido trabajando en su taller artístico / Marta G. Brea
«Empecé a pintar por pasta. Mi padre me daba dinero por cada dibujo que terminaba», bromea Yayo, el benjamín de la familia. «Hasta los 17 años me daba todo absolutamente igual, solo pensaba en divertirme, hasta que tuve un accidente de moto y casi la palmo del golpe en la cabeza. A los pocos meses me dio por pintar, hasta que ya tuve la obsesión y no hacía falta que mi padre me pagara», comenta. De su madre aprendió la paciencia de hacer esos cuadros con un minúsculo pincel y algo de naíf; de su padre, «muchísimo», desde aprovechar los cuadros que desechaban su madre y sus hermanas para pintar en la parte trasera hasta dar profundidad a una obra valiéndose de tres simples gaviotas en diferentes tamaños.
«Cuando empecé a pintar en serio me fui al estudio de Marieta en Córdoba. Allí me enseñó todo el oficio, desde preparar telas a técnicas que sigo usando, como la del pigmento aguado», relata Yayo. Luego pasó al taller de su tío Antonio, el paisajista, con el que «tuve que hacer unos doscientos bodegones y me exigía al principio que le pintase todos los cuadros solo en dos colores», además de enseñarle los secretos del óleo, «que es un poco alquimista y por eso sigo pintándolo, porque me permite jugar».
Con su tío Xaime estuvo haciendo los fondos de sus murales y aprendió «cómo se puede hacer lo que uno quiera con la pintura mezclando diferentes técnicas». Luego se dedicó a viajar por residencias de artistas en ciudades como Berlín, Dublín y Granada. «Hasta que me entraron ganas de parar y de asentarme aquí con Marieta», relata.
Considerado como uno de los 20 pintores vivos más influyentes de Galicia por la Fundación Abanca, Yayo participó hace dos años en unas exposiciones por las siete ciudades gallegas que le han dado un nuevo impulso a su carrera. Su estilo es puro surrealismo, le gusta que la pintura le sorprenda y disfruta jugando a crear a través de manchas de colores, como si se tratara de adivinar qué formas tienen las nubes.
«Cuando me pongo frente a un cuadro no tengo ni idea de lo que va a salir, nunca parto de una fotografía ni haría hiperrealismo, me baso en la frase de Picasso de ‘si sabes lo que va a pasar, ¿para qué hacerlo?’», explica. El cómic, la película de Scorsese «Apuntes al natural» (dentro de «Historias de Nueva York», 1989), los cuadros de El Bosco y la pintura negra de Goya le marcaron de pequeño y siguen presentes en su obra.
Maestro de pintura y pintor, que no artista, como él mismo dice, Yayo también es muy colorista, si bien en su paleta solo usa nueve colores, antes tierras y ahora más variados. «Pintar es mi terapia, mi evasión, pintas y te olvidas de los problemas. Moriré pintando», declara.
Bibi

Bibi Quesada Legido con algunos de sus tapices / Marta G. Brea
Beatriz, Bibi, o Bubulina, como la llamaba su padre en alusión a un personaje de Buñuel un tanto peculiar, plasma su faceta artística en coloridos tapices que desde que tenía quince años llamaban la atención de los visitantes a una casa familiar repleta de pinturas. «Sus tapices tenían más éxito que los cuadros», dicen sus hermanos.
Ejerció de periodista en Galicia y Madrid, ciudad que ha dejado hace un año por motivos personales. «Dejé lo de los tapices durante un tiempo pero mi madre poco antes de morir me compró un bastidor nuevo y me dijo ‘Bibi, esto es lo tuyo’», comenta. Y lo ha retomado.
Ahora está inmersa en bordar un pez inspirado en una fuente que vio en la cueva de los espejos del pazo de Lourizán. Antes fue un ave del paraíso y paisajes. «Nunca pensé en exponer, aunque tengo un tapiz en la galería Souto de Ourense, lo vivía como algo íntimo».
Pero ahora va a presentar su obra al público. Lo hará en la exposición conjunta que proyecta realizar con sus hermanos y otros artistas en el bar Cereixa de Vincios a partir del 20 de diciembre.
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