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Dramatis Personae | periodista

La soledad

Armando Álvarez

Armando Álvarez

Han descubierto un cadáver en el edificio donde vive mi madre. La luz siempre encendida en el patio interior alertó a una vecina. Había fallecido un par de días antes. Sucede con frecuencia en cualquier ciudad, a nuestro alrededor. Personas que expiran sobre el sofá y la cama o cuyo ruido nadie detecta si es que se han derrumbado. A nadie han podido advertir y quizá a nadie tenían aparte del 112. Tampoco nadie las extraña. Sólo la podredumbre o las facturas impagadas revelarán su muerte.

Estamos solos, de alguna manera, desde que nos arrebatan del útero. Lo sabemos desde el primer llanto. Ninguna otra carne ajena nos volverá a ser tan íntima porque en realidad nos hemos compuesto de esa misma carne. Tejemos relaciones, sin embargo, que intentan confortarnos en nuestra orfandad. Ha sido así desde el primer protozoo que alargó su flagelo hacia otro en el caldo primigenio. Somos, al fin y al cabo, animales gregarios.

Hay gente que prefiere pasear por su cuenta, ya lo sabemos, y gente a la que aterrorizan sus pensamientos. Gente que se siente acompañada en la distancia y gente que se aisla entre la muchedumbre. En general transitamos entre las soledades deseadas y las infligidas, según el momento y la época, sin instalarnos en ninguna. Hemos querido que la familia se fuese de excursión para leer con tranquilidad. Hemos anhelado que el teléfono sonase para invitarnos a una fiesta. Hemos sido adolescentes desgarrados por el enfado con la pandilla. Nos hemos convertido en adultos que intentan rehuir los compromisos sociales.

Todas esas soledades que se buscan o se eluden nos resultan en general leves como un ayuno voluntario. La auténtica soledad, como la verdadera hambre, es la que no se puede paliar recurriendo a la alacena o a la agenda. Esta soledad apenas podemos comprenderla los que no la hemos padecido pero de igual forma la tememos. Es el desvalimiento del anciano que ha ido perdiendo a todos aquellos a los que amó. Es la angustia del maduro a quien hasta el algoritmo rechaza. Es la incomunicación sin reparo y el desamparo sin alivio. La soledad solo es soledad a su pesar, como la que debió sentir Truganini.

Ni siquiera sabemos si se llamaba de esa manera. También la transcribieron como Trugernanna, Trugannini y Trucanini. La acabaron bautizando como Lallah Rookh porque hasta de sus dioses y de su nombre la despojaron. Cuando nació hacia 1812 en la isla Bruny, en la costa oriental de Tasmania, la mayoría de los tasmanos ya habían sido exterminados.

Apenas había transcurrido un puñado de décadas desde que la expedición capitaneada por Cook había arribado. Los colonos ingleses los habían arrinconado primero en las zonas menos fértiles. Después los acosaron con perros, los cazaron como a alimañas y los ahorcaron por cientos. A otros los encerraron en campos donde misioneros evangélicos pretendieron civilizarlos. Quisieron que aprendiesen a leer, rezar y labrar. Pero los tasmanos, derrotados por la melancolía, ajenos a ese mundo que se estaba construyendo sobre las cenizas del suyo, se fueron dejando morir.

Truganini, hija del jefe tribal de Bruny, presenció durante sus 64 años de vida la destrucción definitiva de una cultura milenaria. De igual forma perecieron sus seres queridos. A su madre la apuñalaron unos balleneros. Su hermana falleció después de que la raptasen. Su prometido se ahogó cuando intentaba evitar que a ella misma se la llevasen. Muchos la consideraron la última aborigen de sangre pura. Nadie quedaba a su alrededor, en su vejez, que pudiese entender su idioma natal. Con nadie podía compartir las costumbres antiguas ni entonar los cantos heredados. Se había quedado sin coetáneos ni sucesores, desconectada de la existencia, sabiendo que la historia de su pueblo concluía con ella. Sola de una manera irremediable, absoluta, infinita.

A Truganini ni siquiera la respetaron cuando exhaló en 1876. Desenterraron su cadáver y lo enviaron al museo de la Royal Society of Tasmania, que conservó su esqueleto hasta 1976. Sólo entonces, con motivo del centenario de su fallecimiento, cremaron sus restos y los esparcieron en el mar, como ella había deseado.

He pensado en ese cadáver, expuesto en una vitrina o conservado en un laboratorio. En ese otro, tumbado sobre el suelo de un piso vigués, aguardando a los bomberos. En la soledad que los unió pese a los kilómetros y los siglos. Nacemos solos y morimos solos. Luego he recordado que el hermoso rostro de mi madre fue lo último que vio mi padre. Quizá él, al fin y al cabo, sí se sintió acompañado en su tránsito. No se me ocurre mejor consuelo.

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