«As da raia», contrabando entre Galicia y Portugal
Durante décadas, el paso ilegal de productos en la Raia del Miño marcó la economía y la vida cotidiana de las comunidades fronterizas. Fueron las mujeres quienes sostuvieron gran parte de esta actividad

Carmen Álvarez de espaldas en la ventana / Malena Álvarez
Tenía nueve años y cogía el autobús todas las semanas desde su aldea de A Torre, en Gomesende, Ourense, para ir a estudiar al Colegio Mariano de Vigo. El trayecto era largo, pero lo hacía con naturalidad, como si fuera parte de su rutina infantil. Recuerda con nitidez cómo apoyaba la mano sobre su mochila de cuero marrón, dentro, escondido entre los libros y cuadernos, llevaba un bulto que no terminaba de entender, solo que su padre lo traía desde Portugal y que debía llevarlo hasta la ciudad. Eran unas placas de cobre. Allí, otras manos desconocidas para ella se encargarían del resto. Era una pieza más en una cadena silenciosa de contrabando.
«Non sabía que iso significaba perigo», confiesa Carmen Álvarez, a sus 83 años, en el cortometraje documental As da Raia. El documento audiovisual recoge las voces de mujeres como ella, protagonistas invisibles del contrabando en la Raia do Miño. Durante décadas se ha identificado esa actividad con figuras masculinas, pero fueron muchas las mujeres que, como Carmen, jugaron un papel clave en lo que era una de las principales fuentes económicas de los pueblos fronterizos en aquella época.
El contrabando
La frontera entre España y Portugal, la más antigua de Europa, se extiende a lo largo de 1.300 kilómetros. Desde que esta división política existe, hay contrabando. El paso clandestino de productos entre ambos países fue una práctica cotidiana durante siglos y especialmente intensa entre 1936 y 1959. En este periodo, marcado por la Guerra Civil, la posguerra y la dictadura del Estado Novo en Portugal, escaseaban los bienes esenciales. El contrabando surgía, en la mayoría de casos, no por avaricia, sino por necesidad. Se trataba de una economía de subsistencia que mantenía a pueblos enteros. Los productos con los que se negociaba variaban según la época y la escasez. Desde Galicia salían almendras, azúcar, tabaco o ganado. Desde Portugal, café, wolframio o plata, concreta el profesor de sociología en la Universidade do Minho, Albertino Gonçalves. Sin embargo, se podía traficar con cualquier producto.
Existían dos tipos de contrabando: el familiar y a gran escala. El primero era frecuentado por mujeres, niños y personas mayores, ya que «en aquella época la mayoría de los hombres de la zona habían emigrado», asegura el activista cultural de Castro Laboreiro, Américo Rodrígues. Ese fue el caso de Carmen Vallejo, otra de las protagonistas del documental. A sus 89 años, aún habla con cautela sobre aquella época, como si la represión permaneciese en el tiempo. No se considera contrabandista, pero admite haber pasado por la frontera productos para el consumo propio. No le falla la memoria al recordar el recorrido que hacía junto a otras mujeres. «Cruzábamos el río, había que subir un muro y luego un camino estrecho de escaleras que le llamaban canaleja del contrabando, eran unas dos horas de trayecto», relata. Se nota la tensión al preguntarle por los guardias. Una vez la pillaron con 5 kilogramos de sulfato, «me lo quitaron pero no me hicieron daño», asegura. Sin embargo, muestra su enfado al acordarse de que un hombre había pasado delante de ella con el doble de mercancía, y sentencia: «Era todo soborno». No es una opinión aislada, Rodrigues confirma que «todos recibían». Él partició en el comercio ilegal durante su época de estudiante, todos sus amigos también lo hicieron. Los estudiantes eran uno de los perfiles más reclamados por los contrabandistas, porque necesitaban dinero. Lo mismo sucedía con las mujeres, las preferían por varios motivos: se conformaban con un salario menor y guardaban mejor el secreto. «No iban al bar, eran más discretas», concreta Rodrigues. Ellas aceptaban por necesidad, muchas eran viudas, otras tenían a su cargo hijos que no podían mantener, las actividades ilegales eran su forma de traer dinero a casa.

Carmen Álvarez, derecha, y Carmen Vallejo, izuquierda. / Malena Álvarez
Este negocio, sostenido por redes organizadas en las que cada persona desenvolvía un papel específico, era el contrabando a gran escala, actividad con la que unos pocos llegaron a amasar auténticas fortunas. Los jefes mantenían contactos a ambos lados de la Raia y acordaban un punto de encuentro para el intercambio de mercancías. En este sentido, los marcos fronterizos desempeñaron un papel esencial, servían de referencia para fijar lugares de reunión. Algunos pueblos llegaron a funcionar como plataformas logísticas del contrabando, fue el caso de Melgaço. Según explica Gonçalves, se trata del territorio portugués que colinda con más zonas de Galicia, allí todos los vecinos participaban en esta actividad: «Cuando venía una carga, la gente se movilizaba. Cada uno tenía un papel, muchos contrabandistas eran analfabetos, los niños que iban a la escuela ayudaban a contabilizar y clasificar la mercancía». Esta región desempeñó un papel fundamental en el contrabando de wolframio hacia la Alemania nazi, un material estratégico para la industria bélica, especialmente para la fabricación de aceros resistentes utilizados en tanques y proyectiles. «La importancia de este comercio era tal que, en la década de 1940, Estados Unidos encargó a sus servicios secretos investigar las operaciones de contrabando en Melgaço», informa Albertino Gonçalves.

Carmen Álvarez de espaldas en la ventana / Malena Álvarez
Mujeres de la Raia
La madre de Raquelinda Enes ocupaba uno de los peldaños bajos de la cadena. Se encargaba de transportar mercancía siguiendo las órdenes de los altos cargos. Principalmente eran tres: Chimba, Frade y Mareco. No eran sus nombres reales, pero así se les reconocía en el negocio. Cada noche, montada en su mula y acompañada de otras once mujeres, emprendía camino con la carga a cuestas. Por cada jornada recibía catorce escudos. «En aquel momento estaba bien, era el doble de lo que ganaba un obrero en un día», asegura.
Raquelinda recuerda pasar las noches de invierno mirando por la ventana, esperando a que su madre llegase, con miedo por si no lo hacía. A pesar de la costumbre, su temor nunca desapareció. «A veces volvían por la mañana», comenta. Lo peor, dice, eran los días de lluvia, frío o nieve. Américo Rodrigues cuenta el caso de dos hermanas que murieron de hipotermia mientras realizaban la entrega. No fueron las únicas, uno de los aspectos más peligrosos de esta actividad eran las duras condiciones en las que se llevaba a cabo.
Amabélia Afonso, hija de un contrabandista profesional, colaboraba con su padre siempre que podía. «Los caminos eran horribles», describe. «Había que saber montar muy bien para no tener un accidente. Por la noche no se veía, pero las mulas se aprendían el camino de memoria». A pesar de las dificultades, se siente orgullosa de todo lo que vivió en el pasado. El contrabando le permitió estudiar una carrera y convertirse en una de las primeras profesoras de Castro Laboreiro.
«Carmen Álvarez dice que era frecuente fingir estar encinta para pasar inadvertida. Gonçalves relata el caso de una mujer que guardaba el contrabando en la ropa de su bebé»
Albertino Gonçalves recuerda que, por la frontera, también pasaban productos que mejoraban la calidad de vida de la población. Es el caso de la leche en polvo para bebés, Pelargón, que llegó antes a España. En esa época la mortalidad infantil era muy alta, muchos niños no llegaban a cumplir el año. «Con la leche en polvo se redujo su desnutrición y se salvaron muchas vidas», precisa el sociólogo. Este contrabando de subsistencia lo hacían, sobre todo, mujeres, que recurrían a diferentes estrategias para distraer a la guardia. Bajo las faldas, algunas utilizaban una especie de cinturón con bolsillos donde escondían productos como el azúcar. Carmen Álvarez señala que era frecuente fingir estar embarazada para pasar desapercibida. Gonçalves relata el caso de una mujer que guardaba el contrabando en la ropa de su bebé recién nacido. Cualquier escondite era válido con tal de no ser descubiertas. Si las sorprendían, las consecuencias podían ser graves: recibir un disparo, acabar en prisión o perder la mercancía. Esta última era la situación más habitual, aunque el miedo a las otras dos siempre estaba presente. Una vez cruzaban la frontera, iban de casa en casa para vender lo que acababan de conseguir, muchas ya tenían una clientela afianzada. Este tipo de contrabando se hacía con pequeñas cantidades y a plena luz del sol. A diferencia el otro, no otorgaba estatus ni prestigio social.
Raia Húmeda y Raia Seca
La frontera entre Galicia y Portugal, conocida como la Raia do Miño, se extiende siguiendo el curso del río, pero no toda la línea fronteriza es igual. Tradicionalmente, se distingue entre Raia Húmeda y Raia Seca, dos realidades marcadas por la geografía y por la forma en que sus habitantes se relacionaron a lo largo del tiempo. La primera se corresponde a los tramos delimitados por el propio río. En esta zona, el agua actuó como división y como puente. Los intercambios se realizaban en barcas o incluso a nado, aprovechando la oscuridad de la noche. El barquero profesional era una figura clave: conocía bien las corrientes, los horarios de patrullas y los lugares de paso seguros. Muchas mujeres y jóvenes cruzaban el río en embarcaciones rudimentarias, e incluso nadando, con mercancía oculta en envoltorios estancos como botellas vacías, pellejos de animales o sacos de lona. Esto ocurrió, sobre todo, en zonas donde el río era menos profundo.

El río Miño divide Frieira Galicia de Cevide Portugal / Malena Álvarez
Albertino Gonçalves señala que la mayoría de las muertes ocurrían en esta zona. El río resultaba especialmente peligroso: muchas personas perdieron la vida ahogadas al intentar cruzarlo, y otras murieron por disparos de la Guardia. Los enfrentamientos solían producirse con los agentes del país contrario; eran más estrictos con la mercancía que entraba que con la que salía. Carmen Álvarez cuenta que en el pueblo era famosa la historia de dos mujeres embarazadas que murieron por un disparo intentando cruzar a nado.
La Raia seca se refiere a las áreas fronterizas donde la división la marcan los montes, senderos o simples hitos de piedra. En estos territorios más aislados y montañosos el contrabando adquirió un carácter distinto: a pie o con animales de carga. Se usaban mulas, burros o incluso vehículos adaptados para el transporte nocturno. Las rutas eran largas y exigentes, pero más difíciles de controlar por la Guardia. Américo Rodrigues recuerda que los caminos variaban entre 3, 5 y 6 kilómetros. Los productos se almacenaban en bodegas, cuadras o incluso iglesias abandonadas. Se empleaban códigos de silbidos, señales con luces o cruces en piedras para coordinar los pasos. Este modelo permitía manejar volúmenes mayores y reducir riesgos, repartiendo responsabilidades. Carmen Álvarez veía sacos de café en la bodega de su casa, de aquellas no sabía que venían desde Portugal. Era fundamental mantener buena relación con las personas del otro lado de la frontera, en ocasiones había familias divididas entre ambos países. A día de hoy, Amabélia Afonso mantiene el contacto con los gallegos que la ayudaron. «Son buenos amigos», asegura.
El 12 de junio de 1985, España y Portugal firmaron el Tratado de Adhesión a las Comunidades Europeas. Con él, las fronteras se abrieron y el contrabando de subsistencia dejó de existir. El cambio fue impactante, la hija de Carmen Vallejo recuerda ese momento como «una fiesta». Las mujeres coinciden en que sus vidas mejoraron a partir de entonces, pero no olvidan lo vivido, la memoria las acompaña al recorrer antiguos caminos. En el Miño no solo corre el agua, también lo hacen las historias de quienes un día lo desafiaron.
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