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Veterinarios rurales, un oficio pasional

Son como los internistas o los médicos de urgencias de los animales. Trabajan sin apenas horarios atendiendo emergencias y curando enfermedades en explotaciones ganaderas de la Galicia vaciada. Lo suyo es vocación, afirman

Salomé Santamariña y Celso Fernández, veterinarios rurales y compañeros, en Lalín.

Salomé Santamariña y Celso Fernández, veterinarios rurales y compañeros, en Lalín. / Bernabé / Javier Lalín

La miniserie de Netflix «Animal», protagonizada por Luis Zahera, narra en clave de comedia la historia de Antón, un veterinario de la Galicia rural que se ve obligado a aceptar un trabajo en una tienda de mascotas ante los escasos ingresos que le reporta su ocupación de toda la vida. La despoblación de las aldeas, la paulatina desaparición de las granjas ganaderas de tradición familiar y el cambio en el sistema de explotaciones, con plantas de producción extensiva cada vez más grandes, se sitúan como telón de fondo de una transformación del rural gallego de la que son testigos y afectados los veterinarios. Hablamos con cuatro de ellos para que nos acerquen a una realidad a menudo desconocida e ignorada en la Galicia urbana. En este reportaje nos ofrecen sus testimonios un veterano al que le quedan pocos años para su jubilación, Celso Fernández, que presta sus servicios en la comarca del Deza y O Irixo; su nueva socia recién graduada en la universidad, Salomé Santamariña, de 25 años; un veterinario de A Mariña lucense que combina su trabajo de más de tres décadas en las granjas con su clínica de animales de compañía, Javier Blanco; y un empleado de una cooperativa veterinaria que recorre con su furgoneta la zona de Silleda y municipios colindantes, Pablo Moure Diéguez.

«Os veterinarios clínicos do rural somos como os médicos internistas, tratamos enfermedades, problemas de reproducción... estamos un pouco para todo, coma un médico de urxencias nun hospital», resume Celso Fernández Amaro, veterinario de 60 años que forma parte de la primera promoción licenciada en la facultad de Lugo.

Natural de Lalín e hijo de ganaderos, Fernández eligió esa profesión casi por «unha cuestión cultural e de fascinación polos animais». Ejerció en cuanto acabó la carrera, siempre como autónomo. «Antes as vacas estaban máis concentradas, non saía apenas de catro ou cinco parroquias de Lalín; agora, como o número de gandeiros foi a menos e hai veterinarios como o de Agolada que o deixou hai catro ou cinco anos porque tiña poucos clientes, fago máis kilómetros que un taxista (teño anos de 60.000 kilómetros) e préstolles servizos a cooperativas da zona e gandeiros a nivel particular», explica.

A medida que las explotaciones se han ido haciendo más grandes, éstas cuentan con sus especialistas en ámbitos como reproducción, mamitis o nutrición, quienes programan sus visitas, quedando el veterinario clínico tradicional rural para emergencias y granjas de menor tamaño. «Na furgoneta levo material quirúrxico e clínico (goteiros, xeringas, agullas), un contedor de nitróxeno con semen conxelado para facer inseminacións, un ecógrafo e o botiquín cos medicamentos que necesito», explica. No hay horarios, al igual que a sus compañeros, pueden llamarle a cualquier hora para atender a un animal enfermo, a veces a la noche por un prolapso uterino, un parto complicado, un animal atropellado u otra emergencia que puede acabar con la vida del animal de no ser atendida. Entonces, cuando no hay luz, montan sus quirófanos en la cuadra iluminándose con una lámpara portátil y «uns frontais do Decathlon», según indica Celso.

«Somos unha profesión moi pouco considerada, noutros países coma Francia os veterinarios están socialmente máis recoñecidos», expresa Celso, quien lamenta la despoblación del rural. «Levas trinta anos nas mesmas aldeas e vas vendo como vai esmorecendo todo, vai morrendo a xente maior, van pechando casas e desaparecen as vacas, claro. É palpable que vai haber un cambio grandísimo no rural, imaxínome que quedarán explotacións xa industriais, de 400 vacas ou máis, con casas arredor pechadas, e a xente que traballe nelas probablemente sexan inmigrantes que vivan en pisos en Lalín ou Silleda. Oxalá me equivoque», expresa. 

Pese a vivir estresado y con tensión, a veces quemado por las interminables e imprevisibles jornadas laborales, Celso asegura que su trabajo le apasiona y no se ve haciendo otra cosa.

Savia nueva

De un veterano pasamos a una recién llegada al oficio. Salomé Santamariña Fernández, nueva socia de Celso, lleva desde agosto trabajando junto al experto veterinario, el primer mes como su empleada y desde septiembre como autónoma, repartiéndose la zona con él y supliéndolo en sus días libres. Recién graduada en Veterinaria por la facultad de Lugo, nacida en Etiopía y adoptada a los seis años por sus padres gallegos, esta joven de 25 años se crio entre lo urbano, en As Pontes, y lo rural, anhelando que llegaran los fines de semana y las vacaciones para ir a las aldeas de sus abuelos (los maternos en Xermade, Lugo, y los paternos en Alvedro, A Coruña) o a la segunda vivienda familiar en plena naturaleza.

Salomé Santamariña y Celso Fernández, veterinarios rurales y socios.

Salomé Santamariña y Celso Fernández, veterinarios rurales y socios. / Bernabé / Javier Lalín

«Sempre me gustaron moito os animais, de nena xa tiña cero escrúpulos ante cousas como a matanza, sempre tiven afinidade coas vacas e un bo manexo con elas. Creo que hai algo no meu pasado que me vincula con elas, ás veces teño flashbacks coma se tiveramos vacas en Etiopía», relata. Para salir de dudas sobre si su inclinación hacia el mundo bovino era fruto de una idealización, antes de entrar en el ciclo formativo de ganadería y asistencia sanitaria animal que hizo previamente a la carrera, pasó una temporada con un veterinario de reproducción. «Alí dixen ‘obviamente isto é o meu’ e seguín ese camiño ata hoxe».

Salomé es consciente de que forma parte de un porcentaje muy pequeño de veterinarios que optan por el rural. «A maioría da miña promoción van a clínicas de pequenos (así les llaman a los veterinarios de mascotas) e outros a temas de administración. Somos moi poucos os que traballamos no rural, tanto en porcino, ovino, caprino e vacuno». Con estos últimos mantiene un grupo para compartir experiencias y ayudarse entre ellos. «O mundo veterinario rural quedou atrás, falta compañerismo, organización a nivel de traballo e comunicación», considera esta joven cuyo sueño es tener su propia cuadra de vacas y formar un equipo de especialistas en veterinaria.

De momento su experiencia estos meses la está poniendo en contacto con la realidad. «Estou moi contenta, aínda que é un traballo moi duro, tanto a nivel mental, porque tes que resolver con medios moi escasos diferentes patoloxías, como a nivel físico: as primeiras semanas tiña unhas maniotas que no sabía como solucionar», explica, a la vez que se muestra agradecida de haber contado con la ayuda de un profesional como Celso, que además de experiencia le ha facilitado parte de su material.

Establecerse como nueva emprendedora le ha resultado a Salomé más difícil de lo que suponía, por la complejidad de los trámites burocráticos que, finalmente, ha dejado en manos de una asesoría y por tener que combinar esas labores con las propias de su profesión. En cuanto a la acogida de la clientela a una nueva veterinaria, mujer, joven y negra, la califica de muy buena y considera que hablar gallego le ha ayudado en la adaptación. «Hai anos, cando fixen prácticas mentres estaba na facultade, tiven impactos negativos, molestábanme algúns comentarios; agora non teño ningunha anécdota ou choque que contar, é verdade que a xente pregunta, porque lle intriga moito a miña vida, pero sempre desde o respecto e a educación».

Por cuenta ajena

Nacido hace 41 años y criado entre vacas en el municipio de Taboada (Lugo), Pablo Moure Diéguez ya quería ser veterinario desde muy joven. Formado en la facultad de Lugo, donde trabajó tres años como docente, lleva diez en Silleda, donde trabaja por cuenta ajena para la única delegación en la provincia de Pontevedra de la cooperativa Aira. Al igual que sus compañeros, presta sus servicios en explotaciones pequeñas y medianas. «Haberá dez que pasan das cen vacas, outras dez que non chegan a dez reses e o resto, unhas 60 granxas, teñen entre dez e cen vacas», explica.

Pablo Moure, junto a su furgoneta llena de material veterinario.

Pablo Moure, junto a su furgoneta llena de material veterinario. / Bernabé / Javier Lalín

Las patologías más comunes que atienden estos veterinarios en vacas de leche suelen ser mamitis y enfermedades relacionadas con el metabolismo, como hipocalcemia y cetosis, así como neumonías y problemas relacionados con los partos. «O ano pasado tivemos a enfermedade hemorráxica, que deu moito que falar; este ano estamos coa lingua azul e cunha que ven de Cataluña que é a dermatose nodular contaxiosa», comenta Moure, quien se muestra escéptico sobre que se produzca el relevo generacional en las granjas ganaderas de tradición familiar en la zona donde trabaja: «Non vexo xente nova, nin veterinarios nin gandeiros, creo que máis novos ca min ao frente dunha explotación non chegan nin a cinco, e teño 41 anos».

Además de al ganado vacuno, estos profesionales atienden otros animales de granja que tienen sus clientes, como cabras, ovejas, gallinas, caballos o cerdos, entre otros. «Teño feito cesáreas en porcas, cando a xente as tiña na casa; agora compran o porco de pequeno nunha granxa e o crían ata que o consumen», expone Moure, cuya «oficina» es su furgoneta, con la que ha hecho desplazamientos por 40.000 kilómetros en menos de dos años. «Cada vez facemos máis temas burocráticos, levo dúas impresoras no coche, un móvil e un portátil (cando empecei non usabamos nin o bolígrafo)», dice. Y es que las recetas electrónicas , los partes de trabajo, los registros de vacunas y hasta el registro de su jornada laboral requiere el uso de esas tecnologías.

En la Mariña lucense

La sociedad digital no hace tanto que llegó. Javier Blanco, veterinario en la Mariña lucense, recuerda sus inicios en la profesión, en el año 1999. «Tuve la suerte de vivir aquella veterinaria rural en la que los clientes te dejaban avisos en las puertas de los centros de inseminación, que ya no funcionaban, para que fueras a sus casas. Hacías el recorrido en el coche, parabas en los bares a ver si te habían dejado recados, ibas por la carretera y si veías un saco de un color o de otro, o un cántaro, ya sabías a qué casa tenías que ir», relata. Eran tiempos en que no había teléfono móvil, las impresoras estaban en las casas de los veterinarios, donde los esperaba gente en la puerta a que llegara y le llamaban al teléfono fijo en casos urgentes.

Javier Blanco atiende a un caballo en la Mariña lucense.

Javier Blanco atiende a un caballo en la Mariña lucense. / FDV

Nacido en Barcelona e hijo de emigrantes de O Valadouro y Foz, ambos municipios en la provincia de Lugo, Javier Blanco estudió la carrera en Cataluña y un «amor de verano» (hoy su esposa) le hizo regresar a la tierra de sus padres. «Ser veterinario rural, en mi caso, y en la mayoría, es una vocación. No te lo puedes plantear como un trabajo normal, ni siquiera como un modo de vida normal: las jornadas laborales son las horas que haga falta, vives pegado constantemente al teléfono y tienes que atender la llamada sin importar si estás en el hospital en urgencias (le sucedió en una ocasión que tuvo que salir del centro hospitalario para atender una emergencia, en otra ocasión trabajó con una pierna escayolada, con la ayuda de su esposa que iba conduciendo). Si les dices que no puedes ir, piensan que estás dejando morir a su animal», expone.

A sus 51 años y 26 de ejercicio profesional, Blanco asegura que ha trabajado 24 días de navidad y que económicamente su oficio no es rentable, ya que «los honorarios los sacas a base de echarle horas» y «los servicios como el de inseminar una vaca desplazándote veinte kilómetros por el rural son más baratos que lo que cobra un taxi por hacer ese recorrido».

Aunque considera que la vocación le mantiene pese a los muchos sinsabores ­–«no podemos salvar a todos, se nos mueren pacientes y lo pasas fatal, encima a veces tienes que oír que te digan ‘matáchesme á vaca’. Como dice un compañero y amigo, parece que nos pagan por echarnos la culpa»–, sostiene que su oficio es un gran desconocido y necesita ser dignificado. «Con lo de la ley del medicamento nos tratan como delincuentes, el salario mínimo profesional por convenio es de 1.400 euros trabajando del orden de doce horas al día y cuando estás de guardia solo te computan las horas que atiendes la urgencia, no las que estás disponible; se ocupan del bienestar animal pero no del de los veterinarios», denuncia.

Alude también al tema de la formación: «Empezamos a formarnos durante la carrera si tienes interés y la suerte de pegarte a un veterinario para hacer prácticas no regladas durante los veranos; sales de la facultad y empiezas a trabajar sin haber pasado un MIR ni tener experiencia, eso sí, tienes un montón de conocimientos porque encima nuestra profesión tiene un abanico tan amplio que al acabar la carrera puedes trabajar en una aduana, en la calidad de la leche, en una fábrica que elabore dulces, como inspector de alimentos, como clínico de rumiantes o de pequeños animales».

Precisamente esa última opción la combina Blanco con la de veterinario rural desde que abrió, junto a sus socios, clínicas para animales de compañía en Burela y en Viveiro. En esos centros trabaja él como especialista en cirugía, lo que le exigió un esfuerzo por reinventarse y formarse en la materia. «He hecho y atendido de todo lo que le puede pasar a la gente por la cabeza tener como mascota: desde operarle un ala rota a un águila de Harris o una fractura de radio y cúbito a un petauro a una retención de huevos en una iguana, fracturas de caparazón de tortugas, sacrificios de cetáceos varados y hasta tratar a unas búfalas que un cliente trajo para hacer mozzarella», enumera. Al igual que Luis Zahera en la exclusiva tienda de mascotas en la serie de Netflix, Blanco ha sido testigo de cómo cuando una pareja rompe utiliza como arma arrojadiza a sus animales de compañía.

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