El cineasta de los mundos perturbadores
Una travesía por las enigmáticas películas David Lynch, cuya reciente muerte deja tras de sí un legado de lenguaje único

David Lynch / Europa Press / FDV
Claudio Utrera
Junto a la negación de las vanguardias y la nunca bien acabada definición del credo ideológico y estético en el que se fundamentan los postulados de la posmodernidad, la larga secuencia de los años 70 y 80 ha dejado en el imaginario de muchos artistas, más o menos actuales, más o menos perseverantes, una actitud generalizada de curiosidad ante los soportes que conducen a la experimentación no de los contenidos, ni de las formas o lenguajes, sino del uso provocativo o juguetón de los discursos («discurso» como conglomerado del destino del artista, el trasiego social de su obra y el efecto en un público que más que gozar lo que desea es consumir a toda costa). Una realidad que se pone continuamente de relieve en el quehacer cotidiano de cualquier creador contemporáneo con tintes innovadores.
En la órbita cinematográfica los precursores de esta nueva y desacomplejada mirada sobre el fenómeno de la creación han quedado fielmente retratados en la convulsa y extravagante obra del canadiense David Cronenberg, del serbio Emir Kusturica, del italoamericano Abel Ferrara, del estadounidense Christopher Nolan, del neoyorquino Darren Aranovsky, del suizo Jean-Luc Godard, del manchego Pedro Almodóvar, del griego Yorgos Lanthinos y, sobre todo, del recientemente fallecido cineasta norteamericano David Lynch (Missoula, Montana, 1946 / Los Ángeles, California, 2025), patriarca inobjetable de la posmodernidad en una edad en la que el cine, como el conjunto de las artes, se ha enfrentado a nuevos y desafiantes paradigmas en su búsqueda infatigable por encontrar horizontes artísticos más complejos, esclarecedores y expansivos.
Después de la deshumanización y de la extraterritorialidad de la experiencia estética, las últimas propuestas parecen extraer una parte de su energía de una «voluntad de trashumación». A estas alturas del siglo, a casi nadie le preocupa ya enterrar por enésima vez al sujeto ni siquiera denunciar los esquivos engaños de la realidad o jugar ambiguamente al amor y odio con su lenguaje; las cosas suceden más bien como si la verdadera paleta del artista residiera, soberana e impenitentemente, siempre en… otra parte, apenas visible desde las nociones más convencionales del fenómeno creativo.
Vistas las cosas de otra manera, también podríamos pensar que todavía hoy estamos asistiendo a la recomposición de los fragmentos que en su momento hiciera estallar el particular big bang de las vanguardias históricas y el no menos terrorífico seísmo permanente de la era del maestro Lynch, auténtico profeta de la posmodernidad desde sus primeras incursiones en el arte cinematográfico en los icónicos y explosivos años setenta.
Y sin tener que renunciar por ello a lo esencial de su estilo. Incluso se ha señalado que Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986) muestra, con una visceralidad y rotundidad no vistas desde Cabeza borradora (Eraserhead, 1972/1976) —su filme fundacional—, autodefinido por el propio director como «un sueño sobre cosas oscuras y turbadoras que reproduce un estado de semiinconsciencia en el que flotan todos los posibles registros de una pesadilla» lo enfermizo y perverso de la puesta en escena de sus más íntimos miedos, aunque también es evidente que ha limado las aristas más extremas de su etapa inicial, integrada por sus experiencias más radicales, realizadas desde una concepción cuasi artesanal de su barroca y desbordante imaginería.

El director de cine David Lynch / FDV
Pero antes de emprender su larga travesía por ese mar de constantes turbulencias que desencadenó en Terciopelo azul, a la que incorporó una inquietante nómina de estrellas encabezada por Isabella Rossellini, Dennis Hopper, Laura Dern y Kyle MacLachlan, Lynch cambió radicalmente de tercio adaptando, junto a Christopher de Vore y Eric Bergen, la historia del doctor Frederick Trevers (Anthony Hopkins), un competente cirujano que descubre en un circo ambulante a un hombre llamado John Merrick.
Se trata de un ciudadano británico con la cabeza monstruosamente deformada, aunque consciente de su anormalidad, que vive en una situación de constante humillación y sufrimiento al ser exhibido diariamente como una atracción de feria. Y aunque tan oscuro y desolador como la mayoría de sus restantes largometrajes, El hombre elefante (The Elephant Man, 1980) navega no obstante por aguas más templadas y realistas de la mano de un gran reparto, pilotado por Anne Bancroft, John Gielgud, John Hurt y Wendy Hiller, así como de una excelente dirección de fotografía a cargo del gran Freddy Francis.
Cuatro años más tarde, Lynch acepta, sin demasiada convicción, dirigir la adaptación de la famosa novela de ciencia ficción Dune de Frank Herbert, inspirada en un guion del propio Lynch y de nuevo junto a Francis como responsable de la fotografía. Tal y como predijeron muchos observadores, la película, muy alejada del universo iconoclasta del director estadounidense, no obtuvo en ningún caso el beneplácito de la crítica y su previsible éxito popular, dada su costosa inversión, tampoco lo obtendría pese a tratarse de una cinta inscrita en un género potencialmente taquillero y de disponer de una espléndida banda sonora a cargo del compositor británico Brian Eno.
Con Corazón salvaje (Wild at Heart, 1990), inspirada en la novela homónima de Barry Gifford, Lynch despliega todo su poderoso arsenal de imágenes en una original road movie protagonizada por Nicolas Cage, Laura Dern, Willem Dafoe, Diane Ladd, Harry Dean Stanton e Isabella Rossellini donde tributa un singular homenaje a El mago de Oz (The Wizard of Oz, 1939) mediante una brutal, erótica y tensa intriga, teñida de un humor que le convertiría, a partir de entonces, en uno de los cineasta independientes más influyentes. Ganadora de la Palma de Oro en Cannes, Corazón salvaje figura entre las 100 mejores películas de la historia del cine según la relación establecida por el Congreso de los Estados Unidos.
Especialmente en sintonía con este mundo flotante, inseguro, barroco y múltiple en que se confunden constantemente lo real y lo imaginario, Mulholland Drive (2001), Premio al Mejor Director en Cannes, muy representativa del complicado universo de David Lynch, no acaba de cerrar sus giros estructurales como claros movimientos polisémicos. Inland Empire (2006), acentuando la complicación implícita del guion, sumerge al espectador, mediante una experiencia cinematográfica fascinante, en un laberinto de una complejidad absoluta, en el que, inevitablemente, se pierde. En cambio, en Carretera perdida (Lost Highway, 1997), basada en un relato acerca del mundo de la pornografía, la delincuencia, la policía y los negocios turbios, escrito por Barry Gifford y el propio Lynch, se nos muestra un cuento radicalmente claustrofóbico, premeditadamente desconcertante, que marcaría especialmente a toda una generación de cineastas y espectadores.
El interés que siempre ha despertado un tema tan transversal como el de la vejez en el entorno del cine más comprometido tampoco ha sido ajeno a los grandes prebostes de la modernidad, como, sin duda, es el caso de Lynch. Y tras el éxito rotundo de crítica obtenido por Carretera perdida, dirige Una historia verdadera (The Straight Story. 1999), a partir de un guion de John Roach y Mary Sweeney, en coproducción con Reino Unido y Francia. Se trata de una obra absolutamente atípica, tanto en el plano temático como en el estilístico, del autor de la memorable Twin Peaks (1990), serie que, pese a su enorme éxito popular, generó cierto desconcierto entre sus legiones de seguidores.
Alvin Straight (Richard Farnsworth) es un achacoso anciano que vive en Iowa con una hija discapacitada. Además de sufrir un enfisema y pérdida de visión, tiene graves problemas de cadera que casi le impiden permanecer en pie. Cuando recibe la noticia de que su hermano Lyle, con el que está enemistado desde hace años, ha sufrido un infarto, a pesar de su preciado estado de salud, decide visitarlo en su casa de Wiscosin. Para ello tendrá que recorrer unos 500 kilómetros y lo hace utilizando el único medio de transporte del que dispone: una máquina cortacésped, cuya excesiva lentitud no le impedirá emprender su anhelado viaje a través de varios estados de la Unión con el fin de abrazar al viejo y malhumorado Lyle (Harry Dean Stanton).
Un Lynch, insisto, excepcionalmente emotivo que contrasta notablemente con ese otro Lynch más experimental, enigmático, surrealista y oscuro, afronta en toda su complejidad el callejón sin salida en el que se hallan dos entrañables octogenarios que intentan limar sus viejas asperezas antes de que su marcha al otro mundo quede estigmatizada por un conjunto de malentendidos que los han mantenido durante tanto tiempo desconectados de una realidad que ambos han compartido desde el mismo día de su nacimiento: un núcleo familiar que, como dice Lyle en un momento de la película, nunca debió deshacerse. En la cima de la madurez, los sentimientos vuelven a ocupar el lugar del que nunca debieron apartarse. Y David Lynch, creador inconmensurable y sin fronteras, lo expone esta vez con una transparencia inusitada.
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