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Macondo, a pie de calle en la ‘Sucursal del cielo’

El Valle del Cauca, junto al Pacífico colombiano, concentra en su diversidad el más neto y desconocido realismo mágico

Antonio Puente

El día de la llegada a la «Sucursal del cielo» (elocuente sobrenombre de Santiago de Cali, la capital del Valle del Cauca, al suroeste de Colombia), a mediados del pasado año, el popular mercado de La Alameda se ha convertido en un improvisado y multitudinario velatorio. Algunos mayores beben viche, la artesanal bebida alcohólica procedente de las selvas aledañas, imprescindible en los ritos de transición, y los niños beben, literalmente, «champús» (un refresco especiado), para despedir a la «lideresa» Basilia Murillo, una muy afamada y querida cocinera del Chocó, que está siendo velada junto al puesto del mercado en que se inició en Cali, desde la precariedad. ¡Vaya colorido y ajetreo, ya de entrada, en las inmediaciones del Pacífico, la otra puerta al mar colombiano! Es sólo el principio para irse aclimatando a la evidencia de que la más real y mágica versión de «100 años (¡o 525!) de soledad» no precisa de pantalla, sino que se encuentra, ella solita, en las contrastadas calles de Colombia, donde las huestes de Remedios la Bella, por ejemplo, deben descender de los celajes para llegar a fin de mes. Ya lo dijo el propio García Márquez en su discurso de recepción del Premio Nobel: que, como en una reconquista de los textos de los conquistadores, lo suyo fue siempre «la crónica rigurosa que, sin embargo, parece una aventura de la imaginación».

El puesto del mercado de Basilia convertido en el altar de su velatorio, ratifica los usos múltiples de cualquier estancia terrera de Macondo, donde las alcobas sirven de centros de reunión, de trasteros y hasta de laboratorios. Si una de las habilidades proverbiales del novelista «costeño» (como dicen los colombianos) fue hacer que el mar se huela sin que se vea, a lo largo de una equidistante franja interior de su Caribe natal, desde Cartagena de Indias a Ríohacha, el mismo recorrido imaginario puede hacerse a la vera de este otro mar, un trozo de océano empotrado junto a dos cordilleras. Es un Valle que se escribe, ciertamente, con mayúscula, de más de 20.000 kilómetros cuadrados, donde se encuentran los mayores ingenios y trapiches azucareros de Colombia, en un bucle que va desde el nivel del mar a los 4.300 metros de altitud, atravesado por el extenso y caudaloso río Cauca (el segundo más importante del país, tras el Magdalena, tan caro a las narraciones de Gabo), a cuyos lados se alternan lagos y cataratas, entre «pueblos mágicos» y casi 200 reservas naturales, a espaldas del puerto de Buenaventura, uno de los de mayor trasiego del Pacífico latinoamericano. Y es sorprendente el contrapunto: a tan solo 30 kilómetros de ese ajetreo portuario, de la principal puerta de entrada de mercancías a todo el país, se halla la virginal localidad de San Cipriano, bellamente salpicada de lagos y cascadas que, en muchos de sus tramos, se conserva igual que antes de la llegada de los conquistadores. Se debe a los arduos accesos por el interior, donde solo es posible circular en las «brujitas», un vehículo que debería ostentar el título de transporte oficial del realismo mágico; son carricoches descubiertos que avanzan sobre ríeles, semejantes a los de acceso a una mina, y que lo hacen a toda pastilla, sobre un muro angosto, propulsados, a partes iguales, por motores de motocicleta y la tensión contenida, como en un parque de atracciones, de los pasajeros.

Es curioso comprobar que si un caleño, de la capital, anuncia que se va a «la costa», se le entenderá que marcha al Caribe, a más de mil kilómetros, en vez de al próximo litoral oceánico. La salsa les llegó desde allí, a mediados del siglo pasado; pero, con el doble cruce de los locales ritmos afro y los llegados, en los buques cargueros, desde Nueva York y La Habana, adquirió el peculiar ritmo vertiginoso, torsos morenos entrecogidos a la velocidad de la luz, que hizo de ella su principal seña de identidad. En realidad, toda Cali semeja ser un salsódromo a la intemperie, repleto de escuelas monográficas, con verbenas donde solo se baila salsa y ferias para sus coleccionistas, y certámenes a los que, cada año, en el mes de octubre, acuden salseros de todo el mundo.

San Cipriano

San Cipriano / FDV

Para los que necesitan ver para creer, la ubicuidad de Macondo se comprueba en el exterior de la Biblioteca del Centenario, la más importante de Cali, de donde cuelga un mural con los principales personajes de «Cien años de soledad»; una pintura del artista vallecaucano Ricardo Bermúdez, en el que se ve al propio Gabo sacándolos de las hojas de su máquina de escribir, como pañuelos de una chistera, y que se titula con el dicho popular del narrador, para indicar que no hay tiempo que perder: «Apártense vacas, que la vida es corta».

Pero, más rayano en el magicismo realista es que, en el referido mercado de La Alameda, la gente haga largas colas tras el cartel con la oferta del día: «muchachos rellenos», y que el vendedor del puesto aledaño al que le pides que te lo aclare (una carne de res muy trufada, típica de las Navidades), te advierta que él, a su vez, promociona el nudismo: «Vendo fritangas: tangas-free» …

En las afueras de Cali, en el mariposario Andoke, las mariposas amarillas conviven con larvas incubadas, que terminarán revoloteando en todos los colores. Y, cada agosto, la ciudad acoge el Petronio Álvarez, el Festival afro más importante de Latinoamérica, donde se practican bailes de pellejos y del currulao, mientras se toca el guasá y la marimba, el cununo y la tambora, y la gente come, en cada esquina, aborrajado, marranitas y chontaduro (o, si más sentada, el sancocho, el pandebono y el atollado de arroz), mientras se bebe la lulada y el citado champús, que no se sube a la cabeza, porque es un cóctel de jugos sin alcohol, hecho a base del propio lulo, millo, piña, panela, clavo, canela y hojas de naranjo. Para eso, para que se suba, ya está el Viche, el aguardiente cítrico y ahumado, procedente de la región selvática, tan próxima y tan distante, rumbo al Chocó, y que es ya Patrimonio Cultural Inmaterial de la Nación.

Proveniente de una específica caña de azúcar, que solo se da en el litoral marino o en la ribera de los ríos, y con una potente mezcla de endemismos, sirve, como su nombre indica, para «envicharse»; un elixir para cualquier tipo de cura, de celebración (son el tomaseca, para propiciar el embarazo, o «los meaos del niño», para festejar los nacimientos) y para mitigar los duelos (los «chigualos» se llaman en la selva los velatorios infantiles). En sus distintas graduaciones de un alcohol artesano, también los hay, al parecer, con poderes afrodisíacos, con nombres tan reveladores como el tumba-catre, el salta-tapia o el venite-tú-y-yo…

De ancestral memoria africana, en realidad sirve para cualquier tipo de cura. El más genérico es el viche curao, con hierbas y plantas de la región, como jengibre, pipilongo, manzanilla y hierbabuena, entre otras, que sirve por igual para purgarse o para concebir, para el asma o el ahogo, como antídoto para la mordedura de culebra, de alacrán y otros animales venenosos, o para el mal de ojo de los niños, para tonificar el cuerpo o aliviar el dolor de espalda... Están también, entre otros, el viche arrechón, con beneficios para las vías respiratorias, o el viche naidí, específico para regenerar los músculos, y contra el envejecimiento.

En conclusión, si acabas de pasar por un bar de copas que se llama «Juan Sebastián Bar»; o por el escaparate de una panadería de nombre «Don Quijote de la masa»; o por un local de celebraciones de banquetes, con un cartel que anuncia: «Le ponemos todo, menos los invitados»; y, si el taxista te aconseja que salgamos un rato antes de lo previsto, porque es hora punta, y empieza a haber ya «mucho caos vehicular»; y, cuando en un puesto de La Alameda, has releído el cartel de «vendemos la cerveza más fría que el corazón de su ex»; o el tendero de las fritangas te ameniza de esta guisa la espera en la fila para la compra de los «muchachos rellenos»: «Mujer transparente busca hombre invisible para hacer cosas nunca vistas», mientras te advierte, ante tu cara de asombro, «es que nosotros, los vallecaucanos, agarramos a espuertas la diversidad»; o alguien te corrige, impecablemente, para que digas «gripa» y no gripe, porque, entonces, en vez de agripado estarías «agripedo», y te despides ya de un mundo en el que, en rigor, los vasos no se rompen, sino que «se quiebran», y los relojes «se dañan», empiezas a sentirte como uno más de la saga de los Buendía, y a comprobar que, definitivamente, Macondo no es una película, sino una palpable sinestesia que callejear en versión original subtitulada.

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