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Dramatis personae

Tras el diluvio

«Después del diluvio», cuadro de George Frederick Watts.

«Después del diluvio», cuadro de George Frederick Watts.

Armando Álvarez

Armando Álvarez

De niño, cada libro se me insinuaba desde la estantería, más allá de mis diminutas manos, como un catálogo de secretos y sortilegios. Todo, el gozo y el pavor, era posible y todos, los monstruos y los ángeles, se guarecían bajo sus cubiertas, emboscándome. Uno me atraía especialmente y cumplió esa oferta. No recuerdo bien su título, Grandes enigmas o algo así. Sí retengo la fascinación de sus ilustraciones: el gólem recorriendo las calles oscuras de Praga, la mirada melancólica de los moáis de Pascua o los barcos de Atlantis precipitándose a un abismo de fuego. «¿Existió el diluvio universal?», se preguntaban en un capítulo.

La historia de Noé se me antojaba en mi infancia un hecho irrefutable y perfectamente lógico, igual que las demás que en esa misma época descubrí también en la Biblia, con sus mares separados y sus soles detenidos. El Antiguo Testamento compendia héroes y villanos, masacres y orgías, sacrificios y traiciones. Combina epopeya y poesía. El mayor y mejor libro de fantasía que la humanidad haya elaborado.

Historiadores y arqueólogos aún discuten sobre sus fundamentos factuales, en un debate inevitablemente contaminado por la religión y los intereses del presente. David y su estirpe como justificación del Gran Israel, por ejemplo. Pero incluso lo más insólito conserva sus predicadores; personas que sostienen que el planeta se creó hace 6.000 años y que el arca se encuentra enterrada en el monte Ararat, según prueban imágenes de satélite.

Jamás existió una inundación que cubriese siquiera el mundo que aquellas gentes conocían. Ningún registro geológico lo secunda. La leyenda hebrea de un diluvio universal replica las similares que atraviesan todas las culturas de la Mesopotamia vecina. Una tierra entre ríos, de aluvión. Tal vez una crecida especialmente intensa inspiró el relato. Importan, en todo caso, el alcance de su significado y su pervivencia.

El diluvio, como cualquier mito, explica un fenómeno incomprensible de otra manera. Lo somete a una ecuación de causas y consecuencias. Yaveh, así actúan los dioses, premia y castiga nuestros actos e incluso nuestros pensamientos. Por muy terrible que resulte, cualquier sistema coherente de retribuciones nos tranquiliza más que el sinsentido. No somos más inteligentes que aquellos que nos precedieron, aunque hoy los meteorólogos hayan reemplazado a los augures. Hemos mantenido algunos mitos y hemos reemplazado otros. Aún los necesitamos.

Pero el diluvio es sobre todo una promesa de renacimiento. Que todo lo que se ha torcido se puede reiniciar desde cero, lavando errores y pecados, para crear una sociedad perfecta. Es la misma esperanza que ha alimentado cualquier revolución. Y la razón principal de sus frustraciones. Jamás podemos borrar las huellas ni progresar desde la desmemoria. No se diseña al hombre nuevo en los laboratorios ni resulta fértil la tabla rasa. Si acaso, sólo esa vaga idea como horizonte.

Lo cierto es que seguimos siendo los mismos cuando deja de llover, igual que cuando se aventan los virus, y pronto retornamos a lo que nos define. Volveremos a votar a los políticos que criamos, consentimos y alentamos, aunque hoy nos manifestemos en contra. Edificaremos sobre las mismas torrenteras. Seguiremos enredados en debates absurdos mientras la naturaleza nos menstrúa o se colapsa. Ningún arcoiris celebra un pacto de fraternidad y ninguna paloma deposita a nuestros pies una rama de olivo. Sobrevivimos, simplemente, y proseguimos nuestro camino hasta el siguiente diluvio o el siguiente genocidio.

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