Crónicas ucranias
Las “redeiras” de Lychakiv

Sofiia Kozlova (primera por la derecha) con otros miembros del grupo de "redeiras" / Y. B. R.
La ciudad de Lviv (Leópolis) se entrega al estío con el ritmo de cualquier capital europea. La temperatura agradable y el cielo despejado invitan a pasear, a tomarse algo en una terraza o echar unas risas en las plazas de su centro histórico. Algún todoterreno con pintura “camo” rompe la rutina en el tránsito de patinetes, buses y tranvías amarillos que recorren esta poblada urbe (717 mil Hab. 2021), que tras la invasión rusa, por su situación estratégica al este del país, pasó a ser la segunda en importancia de Ucrania. Sorprende también la naturalidad de sus gentes, ansiosas por empezar el verano y disfrutar, aunque no pasan desapercibidos para el ojo novato los sacos terreros cubriendo los tragaluces de los sótanos, ni el zumbido de los generadores eléctricos a las puertas de muchos establecimientos o las estatuas protegidas con estructuras metálicas y un embalaje -es de suponer- a prueba de bombas.
A cuarenta minutos caminando desde la plaza Rynok -el corazón de Lviv- se llega al distrito Lychakiv. Aquí, en la confluencia de la calle Krymska con Zelena, un bulevar arbolado de aceras amplias que intercala zonas verdes y bloques de viviendas de la época soviética -los llamados bréznevkas, construidos durante del mandato de Leonid Brézhnev-, se encuentra la residencia de estudiantes de la Universidad Nacional de las Artes de Lviv. El edificio, enorme, responde a ese imaginario de la arquitectura urbana que se prodigaba tras el telón de acero: funcional, de lineas sobrias y austero. En los bajos de esta construcción, en una sala con vistas al parque, un grupo de voluntarias compone redes de camuflaje para el ejército. Sofiia Kozlova (23 años), recién licenciada y ahora trabajadora de la universidad, ha organizado a través de Instagram este grupo variopinto de “redeiras” que ha cumplido un año de actividad.
Cuando accedo por el corredor principal, la portera frunce el ceño e inquiere curiosa por mis intenciones. Le contesto, en inglés, hablándole de mi anfitriona y la cuadrilla textil que ha logrado reunir, pero la comunicación es imposible. Busco ayuda en un grupo de alumnos que baja al sótano, cargado con cubetas y sacos de tela, para hacer la colada. Les explico a quién busco y ellos me sacan del entuerto solucionando con la portera el malentendido. Ahora sí, la señora tiene a bien acompañarme por un laberinto de pasillos. Agradezco el fresco del interior después de la caminata. Cuando llegamos al destino me presenta y con el mismo gesto serio que me recibió, se despide. En la estancia, destacan las paredes laterales cubiertas con una fina malla negra. Anudando y engarzando retales alargados color arena, aceituna y verde caqui, diez manos van cubriendo desde el suelo los huecos vacíos. Un móvil pone música en el ambiente con rock en ucraniano, tal y como aclarará después Sofiia: “son grupos muy populares en el país”. La sala, de forma rectangular, parece un improvisado obrador lleno de cajas, rollos de tela y cintas alargadas -en tonos forestales- amontonadas por el suelo... un poco manga por hombro. Me asombran de la decoración, tres banderas llenas de firmas y dos carcasas lanza-misiles, una de las cuales -cómo no- hace de improvisado jarrón para un hermoso ramillete de flores. Las banderas son del 43º Batallón de tanques de las Fuerzas Armadas, la 43º Brigada de Artillería y una de Ucrania que enviaron los soldados como agradecimiento por el esfuerzo realizado.

Olej y Sofiia entrelazando Spunbond. / Y. B. R.
“Sofiia ha salido a un recado, vuelve ahora”, comenta Tanya (26 años), sin apartar la vista del enmallado, cuando indago sobre ella. Me intereso por saber qué la ha traído aquí y declara orgullosa que esta es su manera de contribuir a la derrota rusa. Conoció el proyecto a través de internet y se unió en marzo de este año. Estuvo contratada en una compañía tecnológica y ahora, sin ocupación, dedica parte de su tiempo libre a confeccionar estas rejillas que imitan el paisaje y hay que adaptar “según la estación del año”, concreta. Señalando el trazado, indica: “el tipo de dibujo es importante, no debe seguir un patrón ni dejar huecos vacíos”. Explica que debe ser irregular, “como la naturaleza”, mientras duda si incorporar una tira marrón en una zona llena de verdes. Al lado de Tanya, Katya (30 años), cuenta que esto es como una terapia que la acerca a su marido, militar en la linea de combate: “Es lo más importante que puedo hacer por él -cuenta emocionada- y para los soldados esto puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte”. Tanya recuerda la importancia del trabajo bien hecho, porque estas redes multicolor, son como una capa de invisibilidad ante los drones enemigos que peinan el frente, “debemos cubrir por completo la estructura, sin desperdiciar material ni -insiste- crear figuras geométricas”. Para ello hay un método, asegura, “tomando cuadrículas de 3x3 o 2x2 y entrelazando de modo diagonal” las bandas de spundbound. Este material acrílico, un tejido fabricado 100% con polipropileno, es empleado -entre otros usos- en la agricultura para cubrir los cultivos en la fase de floración contra heladas, tormentas o granizo. De ahí que los colores sean perfectos para mimetizarse con el entorno porque al final estas estructuras, situadas en primera linea, cubrirán tanques, piezas de artillería y casetas militares.
En la pared contraria se encuentra Sofiia (25 años), “la otra Sofiia”, detalla entre risas mientras se quita los cascos para conversar. A su espalda se ponen manos a la obra dos chicos que acaban de llegar. Sorprende que hable de forma tan pausada, cuenta con orgullo que se unió en 2023 y viene un par de días a la semana; “siento que hago algo grande, que ayudo”, confiesa. En su día a día como psicóloga infantil, se encuentra con multitud de situaciones dolorosas, por eso venir aquí, “a realizar este entretenimiento mecánico”, le relaja. Cuando pregunto que cómo encaja un niño la pérdida de un ser querido, desvía su mirada. Le cuesta encauzar las palabras, como si de repente muchos recuerdos inesperados acudieran. Su cara ha perdido entusiasmo y cuando echa a hablar noto un ligero cambio en su entonación. Pienso que quizás la cuestión ha sido inoportuna y pido disculpas. “No tiene importancia pero es muy complicado de explicar”, me indica con extrema educación. Asiento cohibido y estoy bastante avergonzado; no era el momento. Sofiia, como si no hubiera terminado la frase anterior estira las palabras: “Debemos darles una estabilidad, pero eso, inmersos en el conflicto actual, es muy difícil de lograr. Hay que acompañarlos, que puedan conseguir nuevos apoyos, pues la vida continúa.”
¡Dobryi Deñ!
Es cierto que la vida sigue, porque como si nuestra conversación fuera de lo más banal, un murmullo de risas y cordiales “¡Dobryi Deñ!” (literalmente “buen día”, pero usado con frecuencia como saludo) lo invade todo. Sofiia, que también ha alzado la vista, me hace una señal para que mire. Giro la cabeza para ver a qué se debe ese revuelo. Una chica de un metro sesenta, con un corte de pelo a lo Pello Otxandiano y un imperdible en cada oreja está saludando a toda la panda. Ella es Sofiia Kozlova. El alma mater.
Calza unas chanclas blancas, viste unas bermudas cargo con una camiseta negra y le cuelga del cuello un artilugio amarillo que recuerda a un tamagochi, aunque desconozco si todavía se fabrican. Se acerca hacia nosotros y deja unas pastas, bizcochos, galletitas... -algo para picar- en la zona que hace las veces de ambigú. Justo al lado de una de las carcasas lanza-misiles, junto a las tazas, cucharas, azucarillos… Pone a hervir agua para preparar un café instantáneo y me consulta si quiero otro con una familiaridad que parece de viejos amigos. Se lo agradezco pero ya es tarde para la cafeína, le comento, a lo que ella ríe y matiza: “para mí también lo es pero queda mucha faena”. Siento curiosidad por cómo surge el proyecto de las redes de camuflaje y se lo pregunto. Sin dudarlo, suelta con naturalidad: “estamos en guerra y quienes no vamos al frente debemos contribuir con lo que podamos”. Comenta que cuando estudiaba en la facultad ya estaba implicada, “colaboraba en lo que surgía: recabar fondos, conseguir medicamentos, ropa, determinados útiles que son necesarios…”. Esta vocación de ayuda la resume en una acertada frase: “los estudiantes carecemos de los recursos pero tenemos el tiempo y la energía”. A lo que apostilla, “con la experiencia que tenía decidí hacer algo por mi cuenta y con el apoyo de las redes sociales, lo demás era echarle ganas”. Indago sobre cuánta gente colabora y, mirando hacia el techo pensativa, contesta: “somos unos... veinticinco; porque no sólo es esta labor; también es necesario que alguien organice a la gente y vengan más personas, hacer los turnos, o conseguir el dinero para comprar el tejido y después enviar el material al frente,… que tampoco es tarea sencilla porque debemos coordinarnos para que el “print” -el diseño y el color de las redes- vaya acorde con la vegetación del lugar y del momento”. “Mucho trabajo”, concluye.

Sofiia Kozlova y las redeiras de Lychakiv (un barrio de Lviv). / Y. B. R.
Me pica la curiosidad sobre las banderas y Sofiia explica orgullosa que se las mandan los militares, “es como una recompensa”, sostiene. Narra que además de las mallas, aportan su granito de arena a través de un crowdfunding (Una captación de fondos de reducido importe pero a base de muchas aportaciones económicas, que suele hacerse a través de internet) con el que han conseguido comprar un vehículo y enviarlo a las “zonas calientes”. “Esta bandera -puntualiza tocando la mayor de las tres- nos la enviaron ellos”. Aunque, por cómo lo explica, parece que su mayor orgullo es un diploma de gratitud de una institución oficial, “esta carta -señala- nos la remitió el Departamento de Voluntarios del Gobierno Ucranio” y sonríe feliz. También presume de un parche que lleva cosido en su riñonera. Se ve que para ella es especial por cómo lo mira. En él se lee “Poloskun Crew” (Literalmente tripulación mapache) y lleva impreso el dibujo de un mapache con un parche pirata y un gorro de marinero. Cuenta Kozlova que al principio de la guerra un grupo de chavales, “muy jóvenes, de 20 o 21 años” se alistaron voluntarios para ir a los peores sitios, algunos de ellos los conocía “eran chicos de Lviv” y estaban vinculados al mundo del arte urbano, el diseño y los grafitis.
A lo largo de este viaje preguntaré a muchas personas sobre cómo detener el conflicto, esta rapaza vivaracha que encuadraría más en un grupo punk que en una Hermandad de Combatientes, carga las tintas en su respuesta: “Todos queremos parar la guerra pero ahora es imposible porque si lo hacemos lo rusos nos matarán, no se detendrán. Por eso tenemos que seguir luchando”. Clavándome su mirada, descarga una ráfaga de interrogantes: “¿Crees que esto es divertido, que es agradable?, ¿Crees que a mí me gusta la guerra? No, pero en este momento lo principal no es nuestra vida, sino cómo seguir con vida”. Esa franqueza me impacta. La verdad, debo de ser para todas estas chicas y chicos como un extraterrestre, sin embargo imagino que en su situación -quizás- acabaría haciendo lo mismo. Así que mientras seguimos el parrafeo, me fijo en los movimientos de sus manos y empiezo a tejer en la red.
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