Haciendo amigos

La montaña que nos guarda

En un paraje como este debe andar el autor preparando su próxima novela.

En un paraje como este debe andar el autor preparando su próxima novela. / FDV

Pedro Feijoo

Pedro Feijoo

Llevo ya un tiempo encerrado aquí. Fue una de las primeras decisiones que tomé cuando asumí que aquella historia de la que me habían hablado sería el tema de mi próxima novela. De entrada, porque reconozco que, en un primer momento, el tema me fascinó. A pesar de mi ignorancia inicial enseguida comprendí que, más allá de cualquier cuento de viejas con el que nos hubieran asustado previamente, allí debajo se escondía una historia mucho más poderosa. Una enormemente más compleja, llena de matices y de vías posibles. Y sí, me enganché, claro. Hasta la obsesión. Y, por supuesto, por ahí llegó lo que en un principio confundí con un problema, pero que ha resultado acabar convirtiéndose en una de las mejores decisiones que he tomado en mi carrera.

Porque si algo me preocupa siempre es que todo, todo lo que les cuento, esté armado con la mayor dosis de verdad posible. Que ustedes lo sientan como real, que no les resulte plástico. Se non è vero, que sea ben trovato. Y buena parte de esa veracidad pasa por construir una buena ambientación. Sé que hay escritores y autoras que no hacen tal cosa: no importa que jamás hayan navegado los canales de Venecia, que nunca hayan visto un amanecer al otro lado de las pirámides de El Cairo o que, por descontado, en su puñetera vida hayan puesto un pie en ninguna de las muchas formas posibles de cualquier infierno, que ellos echarán mano de sus desbordantes imaginaciones para diseñar esos paisajes y arrastrarlos a ustedes con ellas. Y si chirría que chirríe… Pero, sinceramente, yo no puedo hacerlo. Nunca, nunca jamás, escribo sobre nada que no conozca previamente. Y a fondo. Y ese era, en principio, el problema…

Porque, documentándome con atención y seriedad, enseguida comprendí que una historia como esta no podía contarse sin antes conocer bien su propio espacio. De modo que la siguiente decisión, como ya se imaginarán, cayó por su propio peso: si iba a contar esta historia, tendría que ser desde su lugar de nacimiento.

Así es como lo he dejado todo atrás, y he venido a encerrarme en este sitio. Y, con sinceridad, ahora sé que no podía haber tomado una decisión mejor. Porque, honestamente, no es el espacio para una novela lo que me he encontrado aquí, sino mucho más. Un mundo al completo en el que encontrar refugio. El de la montaña que nos alberga. Un espacio en el que nada, absolutamente nada, es más grande que la sierra que nos protege. Ni siquiera el cielo… Y creo que esto es algo que deberíamos, por lo menos, recordar.

Porque aquí al lado, a apenas un par de horas de coche, sigue existiendo un mundo que siempre estuvo ahí, aunque a nosotros se nos olvidase, de tantas maneras diferentes, recordarlo…

Vivo en una aldea en la que, entre semana, apenas pasamos de los quince vecinos. Un lugar en el que la llegada de alguien nuevo es un motivo de alegría. Y me gusta contar esto, porque, muy al contrario de lo que muchos puedan pensar, aquí no hay recelo, no hay desconfianza del que llega. Bien al contrario. Desde el primer instante, cuando empecé a venir por aquí, siempre dejé claro cuál era mi intención. Me preocupaba ser transparente, que nadie pensase que venía aquí a aprovecharme de nadie, a robar ninguna historia. Y a los vecinos les daba la risa. ¿Por qué nos iba a parecer mal? Al contrario, la respuesta siempre fue la misma: Un vecino más. Y, en efecto, así me han hecho sentir desde el primer instante. Han sido ellos, mis nuevos vecinos, los que desde el día de mi llegada se han preocupado de que me sintiera a gusto, bien instalado y, sobre todo, acogido. Me han enseñado las rutinas del pueblo. Cuándo sube a la aldea la furgoneta del colmado, cuándo la del pescadero, cuándo la de la carne… Ah, y que no me olvidase de que el panadero viene todos los lunes, miércoles y viernes. Aunque es una pena, me dijeron, porque la verdad es que este pan te es de lo más ruin…

Y a continuación me enseñaron la montaña. Majestuosa, colosal, a su lado es absolutamente imposible cualquier forma de arrogancia, de soberbia. La montaña que rodea a la aldea es pura inmensidad. Un espacio gigantesco que, del mismo modo que protege, también puede matar. Guarda, pero también devora cuando no se la respeta. El lobo, la niebla, el precipicio… La montaña, como si de un mar se tratase, siempre está ahí, a la distancia de una mirada asombrada, o también de un paso mal dado. Y yo, sinceramente, no puedo sentirme más agradecido. Desde lo humilde, desde el respeto, no somos más que un suspiro junto al viento. A estas alturas, ya tan solo me queda una lástima. La de asumir que, por más que me esfuerce, nunca llegaré a tener el talento necesario para describir semejante belleza… Ojalá todos nos acordemos de volver a verla alguna vez.

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