Casi

Antiguo cartel pidiendo silencio en los ambulatorios.
Casi gané un premio hace poco. Se parece mucho a no ganar un premio. Visto desde fuera, de hecho, podría no distinguirse. Existen diferencias sustanciales, sin embargo. Ahora lo sé. Es la primera vez que casi gano un premio, pero no había ganado un premio muchas veces. Ni siquiera me presentaba. Así podía imaginar que los ganaba todos y evitaba el rechazo que derrumbase esa ficción. Mi castigo, igual que mi gratificación, es este limbo. Ni siquiera puedo presumir de haber perdido un premio. No lo he perdido, no lo siento así, pero casi.
Entre lo que sucede y lo que no sucede, en esa geografía física y emocional, se sitúa lo que se ha quedado a punto de suceder. Es un territorio anfibio, húmedo, en penumbra, cuya aparente tibieza nos confunde. Posee mayor fuerza incluso que lo claramente hecho o negado. Nos afecta tanto o más. Podemos pasarnos la existencia arrepintiéndonos de la partida que no frenamos en el andén, del beso que capotó en los labios y de la oferta que rechazamos en el último instante. Podemos enorgullecernos de la venganza a la que renunciamos, teniéndola en la mano, y del amago de daño que eludimos. Nos compone también esta colección de casis; las veces que casi hemos muerto, las veces que casi hemos vivido.
Casi gano un premio, ya digo, era uno de los tres finalistas, y no había escrito un discurso por si acaso. Me hubiera parecido pretencioso sacar el papel ante el público o patético deshacerme de él a escondidas. Pero sí lo había ensayado en mi cabeza mientras paseaba por Madrid, bajo la lluvia, con la mirada perdida. “¿En qué piensas?”, me preguntó mi mujer, interrumpiéndome el enésimo ensayo mental. Justo en ese momento, en mi fantasía, los asistentes se habían levantado a ovacionarme con los ojos llorosos y la piel trémula. Posiblemente mi mujer se temió que estuviese sufriendo un ictus.
Ese discurso existe, incluso ahora que he comenzado a olvidarlo, pero ninguna audiencia lo escuchará porque ni ante el espejo lo he pronunciado. Hablaba de la eternidad y del infinito; del verbo preciso y de la verdad desnuda; de todos los que me han conformado e influido. Era un discurso cosido con elegancia, ni largo ni corto, melodioso y cadente. Nunca lo habrá tan hermoso. ¿Quién me lo podrá negar? La belleza es el privilegio de las palabras que se abortan y de los casis que quedan balbuceando. Y es buen lugar de reposo.
Hay silencios cartujos, o sea, que jamás debieran haberse mantenido. La disculpa que se nos atragantó, la razón que no nos atrevimos a esgrimir o la advertencia que cicateamos por pereza. Hay otros, en cambio, que jamás deben romperse. Declaraciones de amor o odio que es mejor callar. Historias que no se consignan en papel y canciones que ninguna partitura aprisiona. Hay sentimientos inconfesos que han de habitar justo en el casi que los abrigue y los proteja de cualquier deterioro. Así nos pertenecerán para siempre.
No es que toda la vida sea un sueño. Vida y sueño se sustentan mutuamente. Por la noche, cuando cerramos los ojos, recorremos ese breve trecho que nos ha faltado en tantas ocasiones. Reparamos los deslices, completamos las sentencias y exploramos el camino que en aquella encrucijada elegimos no tomar. No hay que desasosegarse ni rendirse a la amargura. Casi he ganado un premio y casi he dado un discurso. No es lo mismo que no haber ganado un premio y no haber dado un discurso. Está bien así y así los conservaré; como regalos sin abrir, perfectos bajo el envoltorio de su casi.
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