La marea blanca

Limpieza de pellets en la playa de Valcobo.

Limpieza de pellets en la playa de Valcobo. / Casteleiro (Roller Agencia)

María Oruña

María Oruña

Recuerdo la primera vez que vi cómo el chapapote se pegaba a mis pies. Era solo una niña y caminaba una de las playas de las Islas Cíes. Al principio pensé que me había manchado, pero pronto descubrí que lo que tenía en los tobillos era una especie de masa pegajosa, un chicle oscuro. Alguien me dijo que ocurría a veces, cuando pasaban grandes buques que limpiaban sus tanques con la impunidad que daba la alta mar, sin testigos.

A lo largo de los años, volví a encontrar ese alquitrán varias veces, siempre en las Cíes. Cuando caminaba las playas de Vigo, el asfalto que se había liberado en el mar llegaba mucho más diluido y era apenas perceptible. Después, en 2002, llegó la Marea Negra. ¿Cómo olvidar el desastre del Prestige? Galicia y el país entero lloraban, venían voluntarios de todas partes para limpiar playas, cadáveres marinos y aves moribundas. Aquella vez el vaso de asfalto se había derramado tanto que había resultado imposible ocultarlo al medio ambiente y a la opinión pública.

En 2024 ya no nos preocupamos de las mareas negras porque ahora, en un alarde de modernidad, tenemos la Marea Blanca. Cientos de miles de pellets —de microplásticos— que se deslizan por las aguas de nuestra costa y por el Cantábrico. La Xunta, al principio, le restó importancia. Total, unas bolitas de plástico de nada. Ni que fueran aliens. Después ya no, después nos comenzamos a preocupar y a subir el nivel de alerta, tal vez más por la alarma social que porque realmente se considerase la gravedad del asunto. El propio patrón mayor de la cofradía de Muxía, Daniel Castro, acusaba a población y políticos de vivir en “el mundo de la fantasía”; perdonen que le de la razón, pero la realidad es que nuestros mares y océanos se contaminan a lo bestia todo el tiempo. Es un drama que no cesa, y no porque ustedes no lo vean deja de suceder.

Es cierto que en Galicia las aguas aparentan bastante saneadas, en especial si las comparamos con las caribeñas: recuerdo cómo me sorprendió, al caminar arenales de la Riviera Maya, toparme con montañas de basura y plástico de más de un metro de alto a lo largo de la orilla. Solo se limpiaba frente a los hoteles, pero en el resto de los arenales parecía algo socialmente aceptado. Que a lo mejor, si allí también se hunde otro Prestige, se echan las manos a la cabeza y van como locos a limpiar las playas para después volver a olvidarlas, no lo sé.

Lo del mar es como lo de la contaminación ambiental: nos creemos que con invertir nuestros ahorros en los modernos coches híbridos y eléctricos ayudamos a que no explote antes el planeta, pero seguimos enredados por estos gobiernos caricaturescos que no dicen la verdad: según los datos del Parlamento Europeo de 2019 publicados en prensa, solo el 28% de las emisiones de gases que producen el efecto invernadero están ocasionadas por el transporte, cuando el resto lo genera de forma principal la industria, la agricultura y la generación de electricidad. Y sobre esa contaminación que genera el transporte, solo el 19% obedece a la que se realiza por carretera, un 3,5% a la aviación y un poco más del 3% a la navegación. Se lo digo para que se lo comenten a todos esos que dicen que van a salvar el planeta por no coger aviones. En realidad, los transportes que contaminan de una forma más relevante, en un 73%, son los vinculados a energía, agricultura, procesos industriales y gestión de residuos. Imagino que por eso las instituciones, cuando sucede algo tan grave como la Marea Blanca, son capaces de guardar la calma con el estoicismo propio de un Buda. Porque saben que la realidad del día a día es mucho más grave y grotesca, más profunda. Que esto es solo la espuma de cerveza que reborda el vaso.

Guardaremos la esperanza en que la legislación internacional sea capaz de proteger el mundo antes de la que la naturaleza, que debe estar harta y cabreadísima, nos vomite por fin toda su furia. 

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