Cuanto más vieja me hace el tiempo, más cosas me sorprenden. No debiera ser así: los años, supongo, deberían horadar nuestras almas hasta volverlas sabias, desgastadas y descreídas. Sin embargo –y por fortuna–, a pesar del transcurso de los años, la sorpresa puede agrandar nuestras retinas por causa de un asombro genuino.
Estas reflexiones mundanas vienen al caso porque el otro día, firmando ejemplares de un libro en Vigo, muchas personas me comentaron —algunas tímidas, otras ilusionadas— que aquella era la “primera firma” a la que acudían en su vida. Esta información, ya de por sí curiosa, me pareció todavía más reseñable cuando, por ejemplo, los famosos Premio Planeta hacen su primera parada desde hace años en nuestra querida ciudad olívica. Fruncí el ceño y alcé las cejas, no recuerdo si por ese orden exacto, y en todos los casos busqué más datos que aclarasen la estadística que ya comenzaba a formarse en mi cabeza.
—Y a presentaciones, ¿ha ido?
—¿Cómo a presentaciones? ¿De un libro, dice?
—Claro —confirmé, señalando el que reposaba sobre la mesa y que precisamente estaba firmando. En todos los casos la respuesta fue negativa. Una joven de unos diecisiete años, tímida, se atrevió a hacer algo que a los gallegos parece que siempre nos da apuro: me preguntó por el dinero.
—Pero, para ir a esas presentaciones… En fin, ¿hay que pagar?
—No —negué, más asombrada todavía. —No son conferencias, ni ponencias, sino presentaciones literarias. Al terminar suele haber un librero, y si lo que se ha contado en la charla os interesa, podéis comprar o no el libro.
—¡Ah! Pero entonces, ¿es opcional?
La pobre muchacha pensaba que era obligatorio comprar siempre el material del que se hablase en el acto literario, aunque el libro resultase parecer un tostón insufrible. Me sorprendió su desconocimiento del proceso, de su falta de hábito en el mundo del intercambio cultural, pues ni siquiera sabía dónde podía ver qué actos literarios, musicales o artísticos ofrecía cada mes la ciudad. Esto me hizo recordar una conversación que tuve estos días con un profesor de Universidad, en Sevilla. Me dijo que el primer día de clase acostumbraba a hacer un test de cultura general: que cuál era el río más largo del mundo, que quién era el presidente del país… Durante catorce años, la única respuesta que no había fallado nunca nadie era el nombre de la hija de Belén Esteban. Sin embargo, hasta esa clave había empezado a perderse en los resultados de los últimos test. Ya no era parte de la cultura popular actual; en consecuencia, se iba desvaneciendo y dejaba de existir.
Ahora que en los colegios enseñan “valores”, “oratoria”, idiomas, estructuras administrativas de ayuntamientos y ciudades —lo sé porque tengo un hijo de doce años—, ¿no debiera incluirse una actualización de las herramientas culturales? En alguna ocasión han venido amigos de mi hijo a alguna de mis presentaciones, y al verme allí firmando libros era como si de pronto hubiesen descubierto que la leche venía de una vaca, y no de un recipiente de cartón de la nevera.
Sean atrevidos y deslíguense de lo de siempre: pueden tomar el café o la cerveza igualmente con sus amigos, pero no pasa nada por hacerlo quedando primero en tal exposición o en un acto literario. Es cuestión de hábito: lo he comprobado viajando mucho y viendo cómo funciona el asunto en otras ciudades europeas. Incluso dentro de nuestro propio país, y tras muchas plazas hechas, yo misma sé perfectamente qué provincias tienen más o menos arraigado, de forma natural, el acudir al reclamo del encuentro con escritores o artistas. Quién sabe, tal vez les aburra la idea; pero, ¿y si fuera diferente a como imaginan? ¿Y si salieran del encuentro con un libro que los trasladase a un formidable refugio? Uno nunca sabe cuándo va a salir de la niebla.