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¿Os escandalizáis porque nos echen unos polvos?

Unos polvos no son nada para denunciar la falta de un techo. Quique García/EFE

Se asusta ahora la gente de que grupos convocados por la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) o el Sindicat de Llogateres, hayan rociado con polvos de colores a unos cuantos asistentes al Salón Inmoibliario de Barcelona. Pero ¿qué esperamos? Los bienpensantes con pensión, piso o empleo seguro ponemos el grito en el cielo por eso, o cuando los activistas de Futuro Vegetal se pegan con Loctite a los marcos de La Maja Vestida y Desnuda de Goya sin dañar la obra en protesta por el cambio climático, hartos de esperas. Pero ¿qué es lo que queremos? A mí me hubiera cabreado al entrar en tal feria inmobiliaria que rociaran con polvo mis ropas, pero claro, a mí que soy un boomer, de esa generación nacida entre 1951 y 1968 y que por ese azar de nacer en una sociedad en crecimiento nunca me faltó empleo, ni vivienda o al menos alquiler digno, ni perspectivas de mejora en derechos laborales y calidad de vida. Aunque tuviera que currármelo y nada me fuera regalado.

Habrá que recordar a esta sociedad de la apatía e indiferente ante su deterioro progresivo que en los años 70 y hasta 1998 tuvimos en Alemania a la Baader Meinhoff, en Italia entre 1970 y 1988 a las Brigadas Rojas, por no hablar del Grapo en España, y a todos los integrantes de estos grupos terroristas que secuestraban y mataban en lucha contra el capitalismo le hubieran parecido la utilización de polvos de colores como la levedad de una caricia, una protesta delicada, la forma más blandengue de lucha. Polvos de colores, sí, no más que una perfomance reivindicativa para dar altavoz, ya que los canales habituales no han surtido efecto, a la protesta contra los efectos perversos yo diría que criminales de una libertad de mercado que impide a los jóvenes, esos que han tenido la mala suerte de nacer después de los años 80 (generación X, Milenials, Z...), acceder a una vivienda siquiera en alquiler y que les arrincona con suerte en habitaciones, que no les da trabajo sino en contratos astillados, discontinuos y mal pagados, ni una sensación de estabilidad hacia el futuro que les permita mantener al menos la esperanza de construir una familia o de procrear con la seguridad de que sus hijos no sufran la precariedad reinante.

¿Nos vamos a escandalizar como pusilánimes cuando otros jóvenes se pegan en museos a marcos con Loctite para protestar contra el cambio climático , ya demostrada la incapacidad de los gobernantes de reaccionar a tiempo contra una crisis de tal calado y tan avisada de su carácter catastrófico por los científicos? Habrá voces entre mi generación que argumenten que, si miramos hacia atrás, siempre hubo en tiempos anteriores momentos peores, como los de una guerra o su posguerra, en que hubo que partir de cero y sin apenas derechos, deslomándose en jornadas interminables, para construir una vida y una sociedad. Sí, sí, pero siempre hubo esperanza de mejora. Ahora no. Es la primera vez que una generación tenga que Vivir peor que nuestros padres que , como dice Azahaque Palomeque en su lúcido libro de ese título, es “la más estéril y mejor preparada de la historia, coleccionista primero de expectativas y después de frustraciones, que habita viviendas prestadas o se desuella la carne en alquilares abusivos”.

Se acabó la era de la abundancia, que dijo Macron, y los intereses económicos campan por sus fueros en este neoliberaismo inaugurado por la Thatcher, arrebatando el porvenir a los más jóvenes, contaminando su futuro, expulsando a los vecinos de los barrios para convertir sus antiguas viviendas en pisos turísticos por ni hablar de más deterioros cuyos efectos de desigualdad salvaje intentan contener a duras penas algunos gobiernos. ¿Y nos escandalizamos los mayores de que unos jóvenes comprometidos, no narcotizados por series o tik toks, nos echen unos polvos (con perdón) o se peguen a unos cuadros? ¡Vaya hipocresía! ¿Tendrán que callar? Demos gracias porque hayan sido tan suaves.

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