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Agujeros

A veces una canción nos retrata y nos atrapa. A veces su estribillo nos relata con precisión, como si se hubiese compuesto sobre nosotros. Llevo unos días tarareando en voz baja o hacia dentro: “Now we’ve got holes in our hearts, we’ve got holes in our lives”. A Michael Rosenberg, Passenger, lo han maldecido con la melancolía. Esos agujeros que canta, en los corazones y en las vidas, son también los míos y los de cualquiera cuando algo se ha roto de manera irremediable. A veces una canción nos abraza y nos acuna en su regazo como la nana de una madre.

Vamos tejiendo la existencia puntada a puntada para que luego se nos deshilache. Vivir es también desprenderse de lo que habíamos adquirido y de lo que jamás hemos llegado a poseer. Caducan las ambiciones y se pudren los sueños. Por el camino vamos perdiendo igualmente los afectos que habíamos recolectado. Algunos se amargan en los enfados. A otros simplemente los agota la rutina. Pudiera ser el transcurso natural de las cosas, sin víctimas ni victimarios. Nos transitan las personas como los años, tan largos en apariencia y en realidad tan efímeros. Vienen y van en un desfile de sombras y murmullos.

Todas esas partidas nos dejan agujeros. Las habitaciones se desalojan y los teléfonos enmudecen. Hay sillas que nadie vuelve a ocupar en la terraza del parque y bromas que ya no se repiten. Las horas antes frondosas se secan de repente y las aventuras de los festivos desaparecen del calendario. Cada fuga se nos agarra al pecho como esa angustia que ni la inspiración más profunda mitiga.

Yo decidí, siendo adolescente, que nadie me afectaría tanto. Presumo de austeridad emocional. Contabilizo esas idas y venidas como arqueos contables. Asumo la inevitabilidad de las mudanzas. No se pueden desandar los pasos ni recomponer lo que se ha estropeado o caducó. Sucede lo que debe suceder, le reprendo a mi mujer cuando la acechan las añoranzas. Es una propaganda de consumo propio, que finjo creerme. Por dentro me ulceran los mismos agujeros.

“Now we’ve got holes in our hearts, we’ve got holes in our lives”, recito de noche, al llegar a casa, cuando abro la puerta y todas las luces están apagadas. Ya no me espera mi hija mayor, tumbada sobre el sofá, leyendo mientras el resto duerme. O era yo quien la esperaba y aún me descubro presintiendo el rasguño de su llave. No me agita más con sus preguntas ni nos desordena la casa. Nadie se sienta a mi lado en el cine. Con nadie discute su hermana. No se la oye berrear a Taylor Swift mientras se ducha ni se asoma con miedo a la cocina por si toca verdura. Sus silencios y sus ausencias me horadan.

Mi hija mayor regresará cada viernes y se irá cada domingo hasta que probablemente se vaya para regresar rara vez. Y así a la pequeña, llegado su tiempo, tampoco le abochornarán más mis bailes ni nos emboscará en el pasillo con sus zalamerías. Es ley de vida, le insisto a mi mujer, maquillándome los agujeros. Solo con la edad entendemos los que nosotros mismos hemos provocado. Nos parecerían laberintos que nos atraviesan a todos, como el plano de un metro, si los pudiésemos cartografiar.

No hay que negarlos, sin embargo, ni pretender que cicatricen. Cada agujero mide el amor que aún lo ocupa o que alguna vez contuvo. “But we carry on”, me susurra Passenger, bendecido con el consuelo. Seguimos adelante, siempre, cargando con todo ese vacío. No queda más solución. Y aprendemos a conformarnos con dejar la luz encendida por si algún día quisieran regresar.

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