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Sálvese quien pueda

Aquellos veranos turgentes de la infancia

¡Ay, aquellos largos estíos de melón, trillo, baño en el río y botijo! FdV

Amí este verano me enseñó que, en agosto, uno no debe cometer crímen alguno ni dar pico a dama sin aviso, porque es mes de sequía informativa, a falta de noticias todo se magnifica y ya no cuela lo del monstruo del lago Ness como recurso. Nunca un furtivo beso tuvo tal mediático embeleso, así que, sabed: en agosto, no mover ni el rostro. ¡Qué alimento has dado, Rubiales, a la hambruna de los tertulianos, qué bola de nieve berlanguiana, qué cochambre y coñazo de boca y entrepierna! Estos primeros días septembrinos me pillan franco de ría, en preámbulo vacacional con cara exultante cuando los demás la tienen ya de depresión postcoitum porque vuelven de ellas. Será morbo pero lo que más me gusta es posponerlas, no tomarlas hasta los estertores del calor, hasta el último suspiro del estío porque el placer está en tenerlas siempre por delante mientras la mayoría, ya vuelta al redil, las tiene por detrás.

 Dice Jorge Fauró que el verano es la estación de las primeras veces, el primer amor, el primer beso furtivo, el primer cigarro… y verdad parece si nos referimos a etapas iniciáticas de nuestra vida porque todo cambia a medida que vas hilvanando en ella retales de pasado. Yo ya tengo ingentes cantidades de pasado y una larga memoria en lo que a veranos se refiere y, si ahora de maduro me voy a Sancti Petri como un burgués gentilhombre, los de la infancia fueron línea Verano azul de vuelta al pueblo materno, de aquellos que duraban casi tres meses en los que los urbanitas conocíamos el mundo tal como había sido, con sus zarzas, sus ríos trucheros, sus campos y pajarillos cantores. Los míos fueron de la mar a la tierra, de la ría gallega al riachuelo castellano carcomido por la sed, así que aunque todo el mundo tenga un amor de verano en la memoria, yo no tuve en esos tiempos babélicos y de lobanillos escarceos en la playa como en Verano del 42 ni magreo en las verbenas, ni siquiera perdí la virginidad, como le es tan propicio a los calores del estío.

 

La primera vez que mi abuela me llevó a su pueblo maragato siendo yo niño le pregunté asustado dónde ponía los pies, al ver tanta tierra sembrada de boñigas. A los pocos veranos me enamoré allí de una mozuela a la que, cual vaquera de la Finojosa, esperaba verla pasar con su ganado trémulo el corazón, inocente el alma. Esa era la aldea oriunda de padre, pero por la de mi madre alternaba con largas estancias en la montaña cántabra, y allí aprendí a pescar truchas a mano, correr entre maizales, buscar nidos o construir arcos aparte de esperar la línea que traía los paquetes de la capital e ir a alternar a misa bien vestido los domingos. También tuve un amor preadolescente pero solo de miradas, y encima ella se me murió precoz, en plena expansión de una belleza que solo había gozado con los ojos.

 Mi madre fue una migrante por amor del pueblo a la ciudad, de Puentenansa a Vigo, una exiliada por vía conyugal de su mundo primario de afectos, pero a sus hijos nos regaló en su tierra los veranos de la infancia, como una segunda generación que vuelve a sus orígenes. Sus bisnietos, que son mis nietos y acaban de volver de París, no saben ni el nombre del pueblo porque su móvil les tiene en otros mundos. Los veranos de mi adolescencia fueron diferentes y rurales y los tengo llenos de memorias turgentes y desmemorias que mi cerebro tapa porque es un músculo hecho para la supervivencia. Ya no digo los de mi juventud, en que me fui por otros mundos, o los conyugales con los hijos porque son de diferente textura y no hay espacio para contarlos, o los de madurez actuales, renovados los votos matrimoniales porque cambiar de pareja es bueno para el cutis. Al pueblo ya no voy porque no soy de siesta del pinar y busco confort a mis años: me largo al sur cargado de norte,que tengo en La Barrosa chiringuito.

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