Septiembre desdibujará rápido aquello que fuimos en verano, de modo que espero que hayan aprovechado la sinfonía de colores. Por mi parte, además de trabajar y tener la suerte de tomar un poco el sol, leí un libro interesante: “La chica que vive al final del camino”. Lo escribió Laird Koenig y fue publicado en 1974, aunque ahora acaba de recuperarlo la editorial Impedimenta. Lo han calificado de “terror gótico americano”. Una chica joven —una niña, en realidad— vive sola en la última casa al final de un camino en un pueblecito. Se supone que reside con su padre, pero nadie lo ve nunca. Y el caso es que la muchacha es discreta, educada y no molesta, pero el que más y el que menos también tiene curiosidad; algunos con motivos más honestos que otros, todo hay que decirlo, pero al final los vecinos se van aproximando a la chica. Sobre lo que pasa después la pobre no tiene culpa, conste: ¿por qué van a tocarle las narices?
Este libro me ha hecho pensar en la época estival. Primero, las elecciones. Gracias, señor presidente. Una jugada que ha descalabrado el descanso de unos cuantos usuarios del sistema. Después, los transportes. Gracias, Ministerio de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana: no sé si se han fijado, pero hay carreteras nacionales en España en las que para no ir dando botes cual palomitas en microondas debemos transitar todo el tiempo por el carril de la izquierda, acelerando a todo trapo. Y apunto también por aquí a las compañías aéreas donde siempre, de forma ineludible, existe un retraso de al menos una hora —sin pasarse de los plazos temporales que generan derechos de indemnización— y que alehop excusan siempre algún problema extraordinario; una nube ventosa por aquí, un pasajero invisible que se ha puesto malo en el último segundo por allá.
A mayor abundamiento, les recuerdo que la guerra de Ucrania continúa; sí, es esa que antes nos escandalizaba tanto y que ahora se ha diluido en el amargo mapa de los problemas crónicos que ya consideramos insolubles y ajenos. Que no es que no haya habido novedades reseñables, porque el líder de Wagner ha muerto en un accidente que según parece ha sido bendecido por el patrón ruso de los accidentes casuales. Por si el asunto no estuviese ya lo bastante revuelto, nos ha llegado la asombrosa noticia del ya famoso crimen y descuartizamiento en Tailandia, y el que más y el que menos parece buscar una explicación plausible que exculpe al buen chico español que jamás podría hacer algo así. Será por lo bien que nos cae el padre, o será, tal vez, por nuestra ingenuidad ante todo lo primitivo y salvaje que llevamos dentro. En Vigo, al tiempo que distintos cantantes se lucen en Castrelos, me consta que continúan a diario los conflictos en la playa canina, y todo porque el Ayuntamiento no se decide a poner una valla o unos simples cabos marineros separando la playa humana de la de canes. Si ya instalasen en la última una ducha, o una fuente, sería la felicidad perruna elevada a la quinta potencia.
En fin, que cuando ya pensábamos que los sobresaltos del verano habían llegado a su fin, llegó el beso de Rubiales. Resulta difícil explicarle a un varón tan varonil que el problema no fue el beso. Que ese roce de labios solo mostraba la punta de un iceberg, y que esa masa helada y antigua era el verdadero objeto de combate.
A veces me pregunto qué sucedería si los demás supiesen ver realmente el alma de los demás. Tal vez hubiese menos desidia, abusos y chulerías zafias. Porque alguien amable, razonable, educado y coherente puede soportar que la indecencia y las mentiras lo salpiquen a lo largo de todo un verano, pero un día, cuando alguien vaya a buscarlo al final del camino, puede que se encuentre un montón de olas lo que tumben y arrastren, exánime, hasta alguna apartada y oscura orilla. Cuando los que creemos débiles nos muestran su verdadera fortaleza, se acaba el juego y comienza la revolución.