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Dramatis Personae

El himno

Izado de la bandera en unas maniobras militares Álex Zea

Todo símbolo patriótico, despojado de su significado o imponiéndose a él, queda reducido al absurdo. Un trapo colorido o unos ripios mal musicados, por los que no merece la pena derramar sangre ni lágrimas. Y así debería suceder. Pero el ser humano es un animal simbólico,tanto como racional y político. Hemos adquirido la capacidad de establecer conexiones entre lo literal y lo abstracto. En esa bandera y ese himno caben lo real y lo ficticio. Aquello que hemos sido, somos y seremos. También lo que fabulamos haber sido, fingimos ser y nunca seremos. Los símbolos nos definen y nos condicionan. En general, nos relatan.

Es una relación bidireccional, que se retroalimenta. Los símbolos pueden influirnos a la vez que reflejarnos. Y no necesariamente para inflamar nuestros pechos como revolucionarios franceses disponiéndose a la batalla. Hay símbolos que siembran la concordia. Cuando el apartheid se desmoronó en Sudáfrica, el triunfante Congreso Nacional Africano quiso imponer su Nkosi Sikelel’ iAfrika. Mandela ordenó fusionarlo con el Die Stem van Suid-Afrika de los antiguos amos. Hoy, el himno se entona en xhosa, zulú, sesotho, afrikaans e inglés; tan diverso en sus ritmos y sus acentos como los seis colores de su bandera. No es la Sudáfrica que existe, todavía desgarrada por la desigualdad. Sí una Sudáfrica que merece soñarse. Los símbolos pueden inspirarnos.

Yo tengo mis banderas, como cualquiera. Algunas las he elegido, de algunas he apostatado y algunas me han sido adjudicadas por nacimiento. Las siento en lo más hondo o las confino a la legalidad del pasaporte. No puedo evitar sentirme incómodo con la bandera y el himno de España. Le ocurre a muchos ciudadanos y no solo a independentistas periféricos. Ese distanciamiento podría resultar saludable en comparación con el integrismo de otros países. No querría mis banderas, ni siquiera la gallega, colgadas en las aulas, ni querría a los niños cantando mis himnos antes de iniciar las clases, ni siquiera la Oliveira dos cen anos.

Balaídos retumba con 'Oliveira dos cen anos'

Balaídos retumba con 'Oliveira dos cen anos'

A muchos nos pasa lo que nos pasa, sin embargo, por el dolor estudiado, heredado o conocido. Los símbolos, además de manipularse, se impregnan inevitablemente de la historia que los atraviesa. De otra forma, la rojigualda no sería más que una bandera náutica de buena visibilidad. Y la Marcha de Granaderos, la habitual fanfarria militar. Demasiadas veces se han empleado como arma contra el hermano desde que Carlos III las eligió. Hay exilios, fosas comunes e incomprensión en sus pliegues y en sus ecos. La Transición no las ha lavado de sus pecados ni ha eliminado la nostalgia morada de muchos.

Tal vez los símbolos también puedan redimirse paradójicamente retrocediendo a su origen. El escritor y musicólogo Antonio Manuel Rodríguez ha descubierto que el himno español no es ese plagio de una marcha prusiana que Manuel Espinosa de los Monteros incluyó en un libro de ordenanzas. Se trataría de una composición andalusí; un preludio instrumental en piezas de amor cultas, conocidas como nubas, que Avempace ya registró en el siglo XI. Musulmanes, judíos, cristianos y paganos cantaban por igual esas nubas. Antonio Manuel ha oído tocar en el norte de África los exactos centones del himno, pero como una melodía tradicional de recibimiento al extraño. A su juicio, Espinosa de los Monteros debía conocerla. Así se explicaría tanto la ausencia de letra como su título, en realidad una “marcha de granadinos”.

Antonio Manuel difunde desde hace años su teoría con escasa repercusión. Yo la he conocido recientemente y obviamente ignoro si es cierta. Me gusta pensar que tal origen late bajo el engreído chunda-chunda. Si un himno mestizo y hospitalario pudiese cantarse en gallego, euskera, catalán y castellano, bajo una bandera multicolor, quizá tendríamos remedio. Me temo que ese barco partió ya hace tiempo.

 

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