La cara b del turismo de masas: contra la ciudad privatizada

Todos somos turistas, masas low cost. / ANDREA MEROLA

Todos somos turistas, masas low cost. / ANDREA MEROLA / fernando franco

Fernando Franco

Fernando Franco

Tuve un sueño extraño que viví con desasosiego entre las sábanas, con la sensación de quien se siente ajeno ahí donde ha vivido, extranjero en tu propia tierra, en ese espacio urbano en el que has crecido y conforma tu memoria emocional. Soñé que volvía a Vigo como de un lugar lejano o quizás de un más allá de la vida o como un emigrante que vuelve a sus raíces tras mucho tiempo alejado. Sentí que caminaba entre las calles de mi barrio viejo invadido por la sorpresa, el desarraigo, la pesadumbre de sentirme ajeno en mi geografía más íntima. Aquella Plaza de la Constitución que vi en mi sueño mantenía su estructura original, sus arcos pétreos, pero ya no había vecinos en el edificio en que yo había vivido junto al viejo ayuntamiento, sino transeúntes ruidosos, gente con sus maletas que ocupaba sus pisos por unos días con acentos o idiomas ajenos al gallego; bajo los arcos de uno y otro lado de la plaza convivían y competían franquicias de capital extranjero pero ya no quedaba ninguno de nuestros antiguos bares, y las terrazas se extendían por la plaza como si fuera suya, llenándola de mesas y gentes vociferantes.

Quería despertarme pero no podía dejar aquel desazonante sueño. El edificio de Joaquín Yáñez en cuyo bajo antes hubo una frutería y en cuyo primero vivían los Jarabo, había sido comprado por fondos de inversión; era como un hostel con servicios comunes para los visitantes; al lado, en el que vivió mi abuela y generaciones de otras familias, no había más que pisos de alquiler vacacional: la pequeña tienda de ultramarinos junto a la Piedra era una oficina de turismo y, en cuanto al comercio, era una sucesión de pastiches, tiendas de souvenirs y baratijas todas iguales; era más sencillo comprar una gaita o un sombrero andaluz que pan de molde para hacer un sandwich. ¿Y los vecinos? Casi no quedaban, habían sido expulsados a la periferia al no poder pagar los disparados alquileres. En su lugar, los pisos que habían sido vendidos los ocupaban profesionales de alto standing o gentes que hablaban otros idiomas.

Cuando me desperté pensé que el sueño, si acaso, había sido premonitorio. Eso ya era una realidad en diversas ciudades de España; en el barrio viejo de Barcelona, en Cádiz, Sevilla, Granada, en Santiago mismo, convertido en un parque temático del apóstol. Algunas ciudades se están muriendo de éxito turístico y sus edificios son un pastel para los inversores rentistas si pueden comprarlos enteros o por partes, y cambiar a sus residentes por transeúntes con alquileres mucho más rentables. A unos los echan los altos alquileres y otros huyen aterrorizados al ver en qué han quedado sus viejos barrios del alma, privatizadas sus calles, especuladas sus viviendas, usurpados sus bienes comunes por capitales que rentabilizan con masas de turistas, expoliada su vida vecinal de antaño. En los últimos diez años los alquileres han subido un 51,4 por ciento y los salarios un 3,4. No hablemos de los precios de los alimentos ¡Qué buenos cimientos para una revolución, ni pan ni vivienda!

Quién se opone al turismo? Nadie. Todo somos turistas, masas que nos movemos si es posible low cost. Podríamos escribir páginas en su defensa pero la evolución del mismo en los últimos tiempos en las ciudades de mayor atracción aconseja, o más bien exige con premura, regularlo para hacerlo más sostenible. No queremos ser Venecia, ni Ramblas de Barcelona vaciadas de vecinos sus centros históricos, ni Baleares con su destrucción acelerada de los recursos naturales, ni Canarias, con mucho turismo y nula distribución de la riqueza porque el PIB se recupera pero con desigual reparto y el empleo aumenta pero precarizado.

Todos somos turistas, masas que se mueven con reclamos pero cuyo descontrol exige gobernantes que paren el desenfreno natural de los intereses económicos. Los alcaldes, si en primer lugar deben mejorar lo propio y atraer flujos de visitantes, congresos... como ha hecho el de Vigo, tienen la misión de controlar sus efectos dañinos porque ¿a quien sirve la Administración? Avisos ya los tienen, experiencias para reflexionar sobre ellas, incluso ejemplos de cómo hay que andar con pies de plomo porque hay que regular un mercado inmobiliario que se resiste con uñas y dientes a que limiten su naturaleza privatizadora, su curso natural desbocado.

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