Inma Chacón inició su carrera literaria hace veinte años, tras la muerte de su hermana gemela, Dulce, quien le encargó que escribiese la novela que tenía en mente y ella ya no podría escribir. Desde entonces no ha parado y ahora acaba de publicar “El cuarto de la plancha” (Contraluz), una conversación entre sus memorias y las de su madre, una historia familiar íntima, la de una mujer viuda que saca adelante a sus nueve hijos, que se ha convertido también en novela generacional en homenaje a las mujeres que fueron niñas en la guerra, supervivientes fortalecidas que dedicaron su vida a cuidar a los demás. La autora estará mañana, lunes 29, en el Club FARO, en un acto que se celebra en el Museo MARCO a partir de las 20 horas.
– En “El cuarto de la plancha” hace un viaje por su vida y la de su familia desde las anécdotas que le contó tu madre, ¿por qué y cómo surgió esta novela?
– Mi madre ya era muy mayor, yo sabía que le quedaba muy poco tiempo y quise rescatar las anécdotas que me contaba de su familia (sus abuelos se fueron a vivir a mediados del siglo XIX a Filipinas, donde nació su madre) me había contado muchas cosas y no quería que se me olvidaran. Empecé a escribir para recordar su voz, para que no se me olvidara nunca. Luego surgieron mis propias anécdotas y decidí que la novela iba a ser una especie de conversación entre las suyas y las mías. Y curiosamente al final se ha convertido en una conversación con el lector, al que le evocan sus memorias, las de su infancia y adolescencia.
– Ella se quedó viuda con 41 años y nueve hijos entre 14 y 5 años, ¿por qué decidió irse a Madrid en lugar de quedarse en Zafra?
– Porque pensó que en Zafra no podría darnos estudios, en aquella época, era 1965, no había universidad en Extremadura y aunque la hubiera habido, nos tendría que haber mandado a Cáceres o a Badajoz y éramos nueve hermanos en edades muy cercanas, con lo cual tendríamos que ir a la universidad casi al mismo tiempo. Decidió irse a Madrid porque allí sí había universidad, encontró un trabajo y se echó la manta a la cabeza.
– ¿Cómo era ella?
– Era muy positiva, siempre veía el lado bueno de las cosas aunque no obviaba el malo, que sabía que existía. Cuando había que remediar algo, le ponía remedio pero no se lamentaba: solucionaba y seguía para adelante. Era un mujer muy asertiva y también muy tímida; mi padre era muy conocido en Zafra – era el alcalde-, muy extrovertido y magnético, cuando él se murió nadie confiaba en que ella pudiese salir a delante, pero ello sacó las fuerzas y el carácter que tenía.
"Mi madre nos enseñó que la vida empieza muchas veces, aunque ese comienzo nazca de una tragedia, y a ver la cara bonita de la vida"
– ¿Qué enseñanzas son las más importantes que le dejó?
– Nos enseñó que la vida empieza muchas veces, aunque ese comienzo nazca de una tragedia, y a ver la cara bonita de la vida. Mi casa en Zafra era feliz incluso estando mi padre enfermo y sabiendo que se iba a morir. Y en Madrid también consiguió que fuera una casa de niños alegres. Nos hacía disfrutar de cualquier cosa pequeña. En Zafra nos hacía helados de limón con la nieve, y en Madrid cuando nevaba no íbamos al colegio, le decía a la chica que nos cuidaba “llévalos al parque y que retocen por la nieve, cuando subáis les das a cada uno una aspirina y un vaso de leche caliente”.
– ¿Cómo recuerda la muerte de su padre – usted tenía once años– y el cambio que supuso mudarse a la capital?
– La muerte de mi padre fue el primer encuentro con lo irremediable, muy traumática. Lo teníamos idealizado y cuando faltó, aún más. Venir a Madrid fue un cambio tremendo, de una casa muy grande a un piso, de una ciudad conocida y pequeña, donde siempre íbamos andando a todas partes y podíamos salir solos a jugar con los amigos, a una ciudad donde siempre tenías que salir acompañado de un mayor y a cualquier sitio al que íbamos, había que coger metro y autobús. Era una vida completamente distinta, los niños del edificio donde vivíamos no nos entendían cuando jugábamos en el parque, teníamos mucho acento extremeño, y decían que éramos japoneses.
– ¿Considera que estamos en deuda con esa generación de mujeres fuertes que vivieron para cuidar?
– En deuda exactamente no me he sentido, pero después de publicar el libro me he dado cuenta de que no solo está dedicado a mi madres, sino a todas las mujeres de su generación. Yo tuve la suerte de poder cuidarla, he vivido con ella durante la pandemia, en el confinamiento estábamos una chica que la cuidaba, ella y yo, durante cinco meses, porque alargamos el confinamiento para protegerla. Esos meses que pasamos solas hablamos mucho, no me quedó nada por decirle a mi madre y eso es muy bonito. Ella, que no era tan afectuosa ni expresiva, en esa época se volvió muy cariñosa y al final de su vida me decía muchas veces “te quiero”; me he quedado con un sabor de boca muy dulce. Murió cuando empezaba la desescalada, dormida, ella que le tenía tanto miedo a la muerte, y se pudo despedir de su familia.
– ¿Siente que en ese vivir para los demás se olvidaron de vivir para sí mismas?
– Completamente. Mi madre vivió para sus hijos, no volvió a tener ninguna relación; no quiso, aunque decía que nadie la querría con nueve niños, no hubiera querido a ningún otro hombres. Son mujeres que fueron niñas durante la guerra y eso les ha tenido que marcar, son supervivientes y lo han sido durante toda su vida. Porque después de la guerra les tocó vivir una sociedad con un manera muy negra de ver la vida, demasiado influida por la Iglesia, por eso tuvo tantos hijos: los que Dios le daba.
"Cuando murió mi hermana gemela pensé que yo también me iba a morir. Al acabar el libro que me encargó, empecé mi segunda novela para sobrevivir y como vi que no me moría, fui con la tercera"
– Su hermana gemela, Dulce, también ocupa un lugar destacado en su novela, y usted comenzó a escribir cuando ella falleció, ¿se siente de algún modo una prolongación de ella?
– Prolongación no. Empecé a escribir porque me encargó que escribiera una novela que ella no podría escribir, solo me dio una línea argumental general: sería la historia de una princesa azteca que vino a vivir a España con un capitán de Hernán Cortés. Me tuve que documentar y para mí, que soy profesora de Documentación, fue un reto muy bonito y una manera de tener la mente orientada hacia otra cosa que no fuera el dolor. Escribir “La princesa india” me sirvió para curarme las heridas por la muerte de mi hermana y creo que ella lo sabía. Era una persona muy intuitiva y pasional, decía que es más fácil escribir desde el dolor y que ella escribía desde la pérdida de nuestro padre.
– Y no se limitó a escribir ese encargo , sino que desde entonces , hace ya veinte años, comenzó su carrera literaria. Como decía su madre, siempre se puede empezar una nueva vida, incluso después de una tragedia.
– Claro, podría haber parado, pero yo creía que también me iba a morir porque a mi hermana y a mí nos habían pasado las mismas cosas desde que nacimos, éramos una misma célula en el vientre de mi madre. Empecé a escribir mi segunda novela para sobrevivir y cuando terminé y vi que no me moría fui con la tercera. La segunda era “Los silencios de Hugo”, pero no la publiqué hasta años más tarde porque me había salido muy triste, era un homenaje a un amigo al que quise muchísimo, y yo quería que fuese un canto a la vida, como lo es toda mi obra, precisamente por lo que me enseñó mi madre.
– ¿Cómo fue el proceso de escritura de esta última novela: doloroso, sanador o ambas cosas?
– Si mi primera novela me curó de la muerte de mi hermana Dulce, esta última me ha curado de la muerte de mi madre, me ha servido para reflexionar, para entender que se tenía que morir, que tenía 96 años y si hubiera seguido viviendo, hubiera sufrido.
– ¿Qué le han dicho sus hermanos de este libro, que también es el de sus vidas?
– Es también un homenaje a mis hermanos, a ellos les ha costado trabajo leerlo porque aún está reciente lo de mi madre. También pasa otra cosa, que yo he escrito esta novela desde mi memoria, desde lo que me contó mi madre tal y como yo lo recuerdo. A ellos no les he consultado y hay cosas que ellos recuerdan de otra manera, porque la memoria es muy traicionera. Por eso digo que no es una biografía ni un libro de memorias, si fuera lo primero pondría toda mi vida y si fuera lo segundo tendría que haber contrastado lo que recuerdo con lo que sucedió en realidad.