La patria de Heinz Bömers

Vendimia en la Ribeira Sacra.

Vendimia en la Ribeira Sacra. / Brais Lorenzo

Armando Álvarez

Armando Álvarez

Mi suegro y yo nos repartimos las tareas. Él produce vino y yo lo bebo. Él ha mimado cada uva como a un hijo. Ha podado la vid. Ha oxigenado la tierra. La meteorología lo ha tenido en vilo todo el año. Ha vendimiado en el instante exacto de maduración. Ha desparramado el sol y la lluvia, prensando la pulpa. Le ha añadido al mosto la levadura precisa. Ha vigilado cada instante del proceso. Me detalla taninos, matices, texturas... Yo lo ingiero todo en un sorbo, me limpio la barba con el dorso de la mano y le digo que está bueno. Él menea la cabeza.

El vino que él produce no es el vino que yo bebo. No podría serlo aunque me acompañase un paladar más sabio. Para mi suegro, cada gota guarda la memoria de las generaciones y de los desvelos. Sus travesuras infantiles, el olor de la matanza, la fiesta en la plaza y el duelo en el atrio; todo lo que ha vivido y lo que ya existía antes de él, lo que permanece y lo que se ha perdido, se contienen en cada terrón del que se han alimentado los sarmientos. Es el valle al que se asoma, el crepitar de la chicharra y el ulular de la lechuza, la brisa que alivia y la tormenta que nunca escampa. Son los fantasmas que intuye en el baile de las sombras. Ese vino, apenas mi bebida, es su patria.

Patria es una palabra de calibre grueso, que se suele ametrallar contra el enemigo. Funciona como trinchera del valiente y como refugio del cobarde. Por la patria se muere y se mata. Se arenga y se silencia. La patria se entiende como un recuento de glorias y un registro catastral. Pero la patria real es diminuta y preciosa: una costa de la que nos alejamos con los ojos humedecidos, un regazo que nos cobijó, una felicidad que no se repetirá. O un vaso de vino.

Cuando Francia se derrumbó, en mayo de 1940, las tropas alemanas se desbocaron por el país, emborrachándose. Los bodegueros franceses, además, boicoteaban las remesas que les exigían desde Alemania. Etiquetaban como buenos los vinos malos. Los hacían pasar por viejos bañando las botellas en polvo comprado a empresas de limpieza de alfombras. Ocultaban los más preciados bajo paredes trucadas. Los jerarcas nazis quisieron remediar aquel caos y proveerse mejor ellos mismos. Comisionaron a comerciantes vitícolas y a cada uno le asignaron una zona que gestionar. Pronto fueron bautizados como weinführer. La mayoría cumplió su labor de manera implacable. Heinz Bömers, no.

Heinz Bömers había dirigido antes de la guerra la Reidemeister & Ulrichs, la principal empresa importadora de vino de Alemania. Le encargaron Burdeos. Bömers protegió la producción. Fijó precios justos en la medida de lo posible. Consentía las trampas de los vinateros. Con el representante del gobierno de Vichy, Roger Decas, arreglaba acuerdos en privado y luego fingían discusiones en público. Mantuvo una estrecha relación con Louis Eschenauer, el principal productor bordelés, conocido como Tío Louis. A Eschenauer lo acabarían juzgando por colaboracionista. El dinero se había convertido en su patria igual que el vino de Burdeos era la que Bömers había elegido como propia; la verdad a la que asirse en medio de aquel sinsentido.

Tras la guerra, el barón Philippe de Rothschild recibió una carta de Bömers. Se le ofrecía como representante en Alemania de sus vinos de Mouton. “¿Por qué no? Estamos construyendo una nueva Europa”, contestó el barón. Europa sigue siendo una patria en construcción, con la que soñamos o de la que apostatamos, según el momento. Una patria necesaria. Solo será posible desde la patria que late en el vaso de vino que me ofrece mi suegro. Lo grande, en lo pequeño. Esa verdad. Salud.

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