La verdad de la hora

Niños trabajadores en una fábrica en Indiana, EEUU, en 1908.

Niños trabajadores en una fábrica en Indiana, EEUU, en 1908. / Lewis Hine

Armando Álvarez

Armando Álvarez

Todo lo medimos en sistema métrico decimal, el propio de nuestras manos, salvo el tiempo. De los mesopotámicos, que elevaron la vista hacia las estrellas, heredamos el cálculo sexagesimal. La hora se contiene en su definición. Se atiene a un tictac preciso e implacable. Pero se manifiesta a la vez elástica. Los físicos han revelado que la gravedad curva el espacio-tiempo. Los neurólogos creen que la percepción del tiempo reside en la circunvolución supramarginal del cerebro. Hay horas que se asoman al abismo de los agujeros negros y horas sujetas al capricho de las neuronas.

El Big Bang sucedió hace 120.888.000.000.000 horas. Una reacción electroquímica produjo la primera chispa de vida hace 35.040.000.000.000 horas. En esas horas cabe todo lo que alguna vez ha sido. Lo que haya de ser será en horas. Un español que nazca hoy existirá alrededor de 700.800 horas. Es su esperanza media. O su condena firme. Un asiento contable de horas entre la nada y la nada. Un latido cada 0,00027777777 horas. Eso somos. Todo eso. Apenas eso. Exactamente eso.

Poco o nada se explica con la simple enumeración de nuestras horas. La más humilde hora posee su relato. En cada hora nos lanzamos a la aventura o nos volcamos en la introspección. Algunas horas no han dejado más rastro que el hueco de su olvido entre las horas que recordamos. Hay horas que florecen y horas que enraízan. Horas que cicatrizan y horas que escuecen. Horas interminables como la siesta de las montañas y horas fugaces como el aleteo de un colibrí. En suma, las horas de los jóvenes, que tanto duran sin saciarlos, y las horas de los ancianos, que galopan sobre la nostalgia.

La historia, sus progresos y fracasos, también se cifra en horas. El Ministerio de Trabajo ha enviado sus inspectores a las oficinas de las cuatro grandes consultoras de Madrid. Sus empleados sudan horas a cambio de espejismos y amenazas que no se estipularon en el contrato. Al revés, está cundiendo en Europa el debate de las 35 horas laborales a la semana. La mecanización acelerada precisará más de sus algoritmos que de nuestras horas.

“Imposible”, sostienen las voces del libre mercado y del ser humano preso, iguales a las del totalitarismo desde el extremo contrario. Siempre ha habido augures del colapso. Resultaban imprescindibles las horas del esclavo, que el amo acaparaba, y las horas del siervo de la gleba, comprometidas de sol a sol. A finales del siglo XIX, los obreros españoles trabajaban entre once y trece horas al día, con jornal mediado para mujeres y niños. Tiempo de esputo negro y patata cocida. “Imposible”, gritaron cuando se planteó la jornada de ocho horas, el descanso dominical, la cobertura por enfermedad, vejez o invalidez.

La hora es la gran batalla social. Hay que liberar las horas de sus especificaciones y ataduras. Nos han inculcado que nuestras escasas horas necesitan un propósito que las justifique. Dios, como los abogados, factura al parecer en horas. No concibo meta más elevada que conseguir que cada hora importe; en la fábrica, en la calle, en el hogar, en el alma. Demasiadas horas se malgastan en el disimulo del teclado y en la mirada al reloj. Hay horas dulces y horas amargas; horas fértiles y estériles. Porque cada hora es única, irrepetible y sagrada, nada ni nadie debería contarse en horas. En la hora de la verdad, esa es la verdad de la hora.

Un español que nazca hoy existirá alrededor de 2.522.880.000 segundos. Cada uno es un milagro. Disculpen los robados.

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