Los ciento cincuenta de Nochebuena

Primera ilustración de Papá Noel con un reno

Primera ilustración de Papá Noel con un reno / Biblioteca de Vale

María Oruña

María Oruña

Las personas, por lo general, no pueden conocer de forma real e íntima a más de 150 individuos. No es que lo afirme yo porque sí; lo dice Yuval Noah Arari en Sapiens — ya les he hablado de ese libro alguna que otra vez— y creo que tiene razón. Piénsenlo: si ahora mismo tuviesen que hacer una fiesta por algo especial y extraordinario, ¿a cuántas personas invitarían? Y me refiero a personas que deseasen que estuviesen presentes de verdad, y no a compromisos; hombres y mujeres con los que compartiesen un pasado común, un pequeño grupo de bromas privadas y un surtido anecdotario. ¿Lo ven? Les cuesta llegar a la centena si no incluyen a todo el elenco familiar, que, seamos sinceros, supone en gran medida también un compromiso.

Pero, si lo que cuenta Sapiens es cierto, ¿cómo hemos logrado fundar ciudades con miles de individuos, que disponen de innatos y parciales intereses? Dice el autor del ensayo que lo hemos conseguido gracias a la ficción. Nos hemos inventado mitos y religiones —a día de hoy se reconocen más de 4.000— que nos dan, más allá del orden político del momento, normas y referentes. Los cristianos, si no son buenos, se van al infierno. Los antiguos mayas no tenían zona de castigo tras la muerte, pero sus dioses los recibirían de muy mal humor si no habían sido buenos ciudadanos; debemos añadir, también, que se cortaban cabezas en los templos sin demasiados miramientos y que restos de muchos de estos sacrificios han sido encontrados en cenotes de toda la zona de Yucatán. En el budismo, religión no deísta, es nuestro propio karma el que dirige nuestro comportamiento, pues se nos dice que todos nuestros actos maliciosos nos serán devueltos de una u otra forma.

Entonces, si tenemos claro que nuestros hábitos y costumbres nos los hemos sacado de la manga, y no solo para disponer de un orden moral normativo, sino para buscarle sentido a la vida sabiendo que de forma irremediable nos espera la muerte, díganme: ¿por qué hoy, Nochebuena, gran parte del planeta se encuentra cenando en aparente armonía navideña? ¿Resulta inevitable lo gregario, hacer lo que dispone la mayoría, aunque solo sea por herencia, por costumbre? Recuerdo la Nochebuena —hace muchos años— en que mi hermano mayor dijo que, tras la cena, saldría a dar una vuelta con sus amigos. Cielos. ¡Una noche tan íntima y especial, desvirtuada por la juerga juvenil! También yo sentí sorpresa ante aquella afrenta. Sin embargo, creo que hoy en día es hasta raro que tras el concilio familiar la juventud se quede en casa para contemplar el Belén. Todo cambia y evoluciona, aunque despacio. No digo que no esté bien tener una excusa para reunirse una vez al año, pero no deja de sorprenderme la importancia que le damos a la Navidad, y más cuando —por ejemplo— la gran mayoría de “cristianos” que conozco son no practicantes. Quizás alguno de ustedes me lea con cierto resquemor: qué poco apropiado, el día de Nochebuena, hablar de ensayos sobre la humanidad y del sentido de sus mitos. Sin embargo, ¿cuántos de ustedes se saltan desde hace años las procesiones de Semana Santa y se compran el paquete vacacional a Tenerife o a Punta Cana? A que sí, a que sonríen ahora con cierto fastidio. En todo caso, si esta noche no cenan solos, que disfruten de toda nuestra magia inventada y de esos 150 individuos que, para cada uno de nosotros, forman nuestro extraño y sorprendente mundo. Hasta el año que viene y, si pueden, que sean muy felices.

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