Una sociedad blanda: ¿niños mimados, adultos débiles?

Obra de Pieter Brueghell sobre juegos de niños en el Renacimiento.

Obra de Pieter Brueghell sobre juegos de niños en el Renacimiento. / FARO

Fernando Franco

Fernando Franco

Leo en este periódico el jueves que más de 16.000 adolescentes gallegos consumen hipnosedantes con o sin receta, y a un experto en adicciones, Antonio Rial, afirmar que no damos a los hijos herramientas para resolver la frustración y estamos ante una generación mucho menos feliz que las precedentes, para la que, teniéndolo todo, el peaje emocional es mucho mayor. Leí esto a las siete de la mañana, hora habitual de mi lectura de FARO, pero me impactó especialmente porque me había acostado horas antes estrenando ilusionado un libro sobre la vida cotidiana en la Inglaterra medieval de Ian Mortimer, con el que me entregué al sueño dando gracias por la vida que tenemos hoy, al menos en esta sociedad desarrollada donde tanta frustración tienen los adolescentes. Claro, en la Inglaterra medieval del XIV, de la que España podía ser un reflejo, los niños no andaban con frustraciones, porque gran parte se morían al nacer, lo mismo que sus padres no llegaban a los 50 años los bien situados, ni a los 45 los campesinos. Por eso podía pasar que el 35 o 40 por ciento de los individuos con los que te cruzabas eran menores de 15 años, tras sobrevivir al parto, enfermedades, abusos, palizas, e infanticidios

No había espacio entonces para los traumas psíquicos ni para depresiones porque la vida era lo que era, no se esperaba otra cosa y había otra concepción del pesar, el amor, el miedo, el dolor o el hambre. Uno vivía así o se moría si fuera menester y arreglado el problema. Pero me he ido a la Edad Media por la curiosa coincidencia de mi lectura “medieval” de esa noche y la de mi periódico con las adicciones y suicidios adolescentes tras despertarme. Simplemente con ir a la sociedad de mis padres, nacidos en los años 20-30 del pasado siglo, y no digo a la de mis abuelos, en la que no había aún psicólogos a gogó en el mercado ni tanta oferta de enfermedades, veríamos que las necesidades eran infinitamente mayores, como infinitamente menores los medios públicos y privados para resolverlas. Muchas enfermedades no se habían diagnosticado y, como no se les había puesto nombre, no se sentían como tales, y menos las relacionadas con aflicciones psicológicas. Un campesino no decía “estoy deprimido, oye”.

En el presente de las sociedades desarrolladas, aunque nuestro saber permita una alimentación mucho más sana (si uno no lo usa y se atiborra de basura alimentaria allá él), aunque seamos más altos y doblemos la media de vida de nuestros antepasados, aunque ya no contemplemos la posibilidad de arremeter a caballo contra otro jinete lanza en ristre en un torneo... aunque todo eso y mucho más haya demostrado lo mucho que evolucionó nuestro medio ambiente en salud, llenamos como nunca las salas de espera de una Sanidad desbordada ante tanto delirio de estar bien. Peor todavía: hacemos una demanda si un familiar se muere y no está muy claro por qué. No solo no aceptamos que se repita demasiado un dolor de cabeza, también exigimos la inmortalidad y que la muerte no sea contemplada como lo más normal de la vida.

Está claro que esta es una sociedad mucho más compleja, con nuevos ingredientes y factores que pueden hacer mella psicológica en los adolescentes. Uno habitualmente argumentado entre un millón es la desestructuración familiar, entre divorcios a tutiplén y aparición de modelos de familia que, si no los hay, los inventan ministras como Ione Belarra. Ya, ya. Habrá que estudiar las condiciones precarias de familia en que vivían los niños de antes, testigos por ejemplo de violencias conyugales o maltratos a la mujer-madre de envergadura inimaginable. Somos simplemente una sociedad más blanda que hemos puesto muy alto el listón de la felicidad nuestra y la de nuestros hijos.

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