20 AÑOS DEL 'PRESTIGE'

El paíño más extraño de Camelle

Memoria de Manfred Gnädinger, que falleció anegado en una tristeza alimentada por el siniestro del petrolero en la costa de Galicia

Manfred, en su casa de Camelle, pocos días antes de fallecer.

Manfred, en su casa de Camelle, pocos días antes de fallecer. / JORGE LEAL/FDV

Salvador Rodríguez

Salvador Rodríguez

Cumple honrar al paíño por un puñado de razones, una de ellas la de tratarse de un ave que conserva, en castellano, la misma denominación que en gallego, que fue el nombre con que los marineros de Galicia lo bautizaron en tiempos que ya no se recuerdan ni en los desvanes de la memoria. Existen unas cuantas variantes de esta ave marina, pero la que nos ocupa es el paíño europeo (Hydrobates pelagicus), la más pequeña de todas ellas (mide entre 14 y 18 cm de largo, tiene una envergadura alar de 36–39 cm. y pesa entre 20 y 38 gramos), y es la única que se reproduce en la Península Ibérica y Baleares. Acosado por sus mortales enemigos, ratas y gatos entre otros, sus colonias de crías se asientan en islotes y tramos de la costa libres de la presencia de predadores.

El paíño es un pájaro singular y huidizo, Manfred también lo fue. Sin duda el más extraño de todos los paíños. No volaba, pues tenía forma humana, carecía de alas, y decidió borrar su pasado (¿quién es capaz de conocer el pasado de un paíño?) el día en que creyó encontrar su paraíso en un recuncho del Noroeste llamado Camelle del que tomó, o le hicieron tomar, su nuevo apellido. Falleció el 28 de diciembre de 2002 con diagnóstico médico de neumonia, pero no es, en este caso, faltar a la verdad, sostener que su causa procedía de la tristeza que le produjo ver su casa y su obra cubiertas por el chapapote vomitado por un petrolero llamado Prestige durante aquel que parecía un naufragio interminable, una desgracia vestida de novia de luto. Dentro de diez días, el de los Santos Inocentes, se cumplirán ya dos décadas de su muerte.

Sin embargo, cuanto más años pasan, más se sabe del alemán de Camelle, de Manfred, antes de reencarnarse en Man. En la biografía elaborada por unos vecinos que abrieron una página web a él dedicada y hoy abandonada, leemos, textualmente, en presente: “Manfred o Man, que así es como le gusta que le llamen, es un hombre que la primera vez que lo ves causa una gran impresión. Delgado, casi esquelético con el pelo y barba largo y sin arreglar, vestido con un taparrabos y alguna vez con sandalias, se asemeja a una mezcla entre Tarzán y un ermitaño. Vive en una especie de chabola que las gentes del pueblo le construyeron y que el mismo pintó. Alrededor de esta casa está el museo, construido básicamente con grandes piedras esféricas apiladas formando columnas y cadenas, algunas de las cuales están pintadas de blanco o negro (….) Se presentó el día antes de las fiestas del Espíritu Santo de 1962. Esa noche la pasó en casa de Lola de Benadita y al día siguiente fue a casa de Carmen de Chuco para que le arreglase unos zapatos. Allí le preguntaron su procedencia, le dieron una merienda consistente en un plátano con un trozo de pan y lo encaminaron a casa de Eugenia Heim, que sabía alemán y que le proporcionó una vivienda sin cobrarle alquiler”.

La casa que construyópara vivir. //j. L./FDV

La casa que construyó para vivir. / J. L./FDV

En sus primeros meses de estancia en Camelle ya llamaba la atención su vestimenta, pero todavía no por estrafalaria, sino por su elegancia y buen porte: siempre aseado, bien peinado, como un señorito de la época, mucho más elegante que el “guiri” habitual. Según se cuenta en Camelle, Manfred se enamoró de una chica, una maestra de escuela, con la que mantenía largas conversaciones en inglés, habitualmente todos los domingos al terminar la misa, mas el amor no cuajó… por parte de ella. Poco tiempo después del rechazo amoroso, murió la señora Heim, quien lo había tratado con tanto cariño que la consideraba una madre. Y encima se vio obligado abandonar la casa en la que su protectora le había dado cobijo. Tras haber perdido a las personas que consideraba más importantes, Manfred decidió aislarse, y es entonces cuando comienza la historia del “alemán de Camelle” o, si se prefiere, de la “reencarnación” de Manfred en Man, el Hombre.

Pero el extraño paíño que llegaba a Camelle sí que tenía una historia detrás. Había nacido en Bohringen, un pueblo de la Selva Negra alemana, el 27 de enero de 1936, así que cuando pisó Galicia por primera tenía 26 años de edad y era “un joven sociable, arreglado y con buena percha”. Había partido de su tierra un año antes, acompañado de un amigo, con quien recorrió Francia y la cornisa cantábrica, pero se quedó solo no lejos de Fisterra: “Su vida de crío -cuenta el periodista Henrique Mariño- no había sido fácil”. Benjamín de siete hermanos fue internado en un reformatorio cuando su padre enviudó y se casó en segundas nupcias.

En septiembre de 2007, cinco años después de su muerte, se proyectaba en Camelle un documental sobre la vida de Man, rodado bajo la dirección de Bernardo Sequera, un venezolano afincado en Colonia. Al pueblo se acercó también uno de sus hermanos, Roland Gnädinger, y durante la proyección, los vecinos descubrieron detalles inéditos de la vida del artista solitario, en su etapa de infancia y adolescencia en Bohringen, su pueblo natal, gracias al testimonio de familiares, compañeros de pupitre y de juegos, que hablan en la película.

Un niño tímido y solitario

Roland agradeció al pueblo de Camelle la acogida prestada a su hermano y todo el apoyo recibido. También confesó que se carteaban con frecuencia, pero que “nos prohibió visitarle, a sus parientes y a cualquiera de su entorno alemán, y amenazaba con quitarse la vida o hacer algo terrible si lo veníamos a ver”.

A través del reportaje y del testimonio de Roland se pudo alzar parcialmente el telón que escondía la vida anterior de Man, hasta entonces oculta u ocultada.

Resultó que los Gnädinger eran la familia más rica de la comarca, en una época de penuria para la sociedad alemana tras la Segunda Guerra Mundial, y él un niño tímido y solitario que no acostubraba a participar en los juegos con los demás compañeros ni en actividades fuera de la escuela.

Nos prohibió visitarle, y amenazaba con quitarse la vida o hacer algo terrible si lo veníamos a ver”, declaró su hermano Roland

A mediados de los 50 del siglo pasado, la situación económica de la familia Gnädinger empeoró sensiblemente; tuvieron que vender gran parte de sus tierras y un extenso bosque de su propiedad, por lo que Man se marchó a trabajar a una chocolatería suiza en la que se convirtió en un destacado repostero de la casa Keller entre 1959 y 1961. En las fotos de las famosas tartas de la Selva Negra de esta casa ya se aprecian las columnas de cantos rodados de la futura la obra de Man en Camelle. Moldeaba torres de “bolos” como si fuera pan. Desde esa época empezó a dibujar, a pintar cuadros, y a escribir aforismos y poemas, y todo con formación autodidacta, pues nunca acudió a una escuela de arte o de dibujo. Realizó un corto viaje a Italia para ver arte, y a su regreso optó por marcharse de Alemania (ni él sabría que para siempre). En ese tiempo comenzó a dibujar torsos, rostros, y a escribir pequeños aforismos de cuatro o cinco líneas, con influencias bíblicas y de poetas alemanes, sobre el amor, la muerte, la creación. En uno de ellos dice: “pintar cuadros, escribir, antes de hacer milagros el discípulo ha de retirarse”. Estas ideas en breves trazos lo acompañaron hasta el final de sus días.

Y es que hasta casi el último suspiro de su vida, Manfred Gnädinger paseó por sus dominios, por el museo al que había dedicado la mayor parte de su existencia, que el 13 en noviembre de 2002 amaneció anegado de chapapote. Debió empezar a morirse la mañana en que se despertó y abrió la puerta de su pequeña chabola para, como de costumbre, echar un vistazo a su muy particular “huerta”… y entonces contempló la tragedia.

Hogaño el petróleo que se adosó a las rocas del museo ya no está. Lo eliminaron, en su mayor parte, a base de aplicar agua a presión y tal vez algún que otro “bactericida”. No podremos saber qué impresión le causaría ver su museo tal y como quedó, casi totalmente rehabilitado, pero el hecho es que él mismo nos confesó que no quería de ninguna manera que se limpiasen los “desperfectos” porque creía que aquella catástrofe no debería ser olvidada jamás, y que el ennegrecido pedregal serviría de testigo y de fiscal acusador frente a los feroces agresores de la naturaleza. No se respetaron sus últimas voluntades.

PD: Existe una leyenda según la cual los paíños son almas de los marineros fallecidos en naufragio, y que provocar la muerte de uno de ellos trae mala suerte.

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