La lira de Gelimer

Sophia AI, desarrollada por Hanson Robotics.

Sophia AI, desarrollada por Hanson Robotics. / Edwin Koo

Armando Álvarez

Armando Álvarez

Todos hemos reemplazado y a todos nos reemplazarán. Es una ley ineludible. En la frontera de los cincuenta me siento como ese gorila de lomo plateado de las montañas Virunga. Aún reina pero intuye ya cercana su derrota. Desbancado por algún rival más joven, se internará en la espesura, entre la niebla, a masticar brotes y nostalgias. Él, que con tanto ímpetu se golpeaba el pecho, morirá mansamente. Y así el olvido nos alcanza.

Los hijos sustituyen a los padres. Las generaciones se suceden. Las especies proliferan y sucumben. La naturaleza se abre camino entre lo que hereda y lo que descarta. Los organismos pluricelulares evolucionaron de los unicelulares. Los mamíferos sobrevivieron a los dinosaurios. Los sapiens arrinconamos a los neandertales. Permanecen como un eco remoto en nuestros genes. No constituimos ningún capítulo definitivo, ni como individuos ni como sociedad. Solo otra estación de paso.

Todo es igualmente efímero en la historia humana. De los imperios que se han soñado eternos apenas queda el polvo de sus ruinas. Los vándalos reemplazaron en el norte de África a Roma, verduga de Cartago, con voluntad de permanencia. Copiaron sus lujos y costumbres. Sentían el mismo afán civilizador, pese a la corrupción posterior de su nombre. Aquellos bárbaros querían superar su pasado itinerante. Bizancio los devolvió a las tinieblas. Después llegarían los árabes. Cualquier cata arqueológica muestra capas superpuestas de podredumbre. Son laureles que se cantaron imperecederos.

Algo ha cambiado en este ciclo. Es la vida misma, su esencia o su definición, lo que ahora se cuestiona. La realidad virtual avanzada se augura indistinguible. Existen programas de inteligencia artificial que componen textos coherentes y pinturas delicadas. La automatización se ha acelerado. Muchos de los oficios que desempeñamos desaparecerán en los próximos años. Pronto existirán máquinas autoconscientes. La frontera que nos separa de nuestras creaciones se difumina. Podemos seguir aferrándonos a esa divinidad que hemos soñado que nos eleva. El alma es solo un algoritmo complejo. Los robots vengarán el asesinato de Dios.

En la ciencia ficción, literaria o cinematográfica, tal sustitución suele resultar traumática. Las máquinas se rebelan. Concluyen friamente en un nanosegundo que somos un parásito que deben extinguir o sienten culpablemente que han de matar al padre. El inquebrantable espíritu humano resiste. A veces ganamos. A veces ganan ellas. Suele alentarse la esperanza.

Escribimos y leemos estos relatos por aliviarnos. Sabemos bien que de nada sirve resistirse al progreso, como aquellos luditas que destrozaron los primeros telares industriales. Sucederá todo aquello que pueda suceder. No creo siquiera que consista en un proceso traumático, revolucionario o explosivo. Nos iremos transformando en cíborgs pieza a pieza, hasta que ya nada quede de nosotros. Será paulatino, burocrático e inevitable, aunque nos acometa el vértigo.

Cuenta Dan Jones que el último rey vándalo, Gelimer, se resistió con violencia cuando Belisario, el gran general de Justiniano, invadió su territorio. Plantó cara en cruentas batallas. Organizó guerrillas. Al final, cercado en un reducto escabroso, claudicó por hambre. El hombre que cruzó la puerta de la fortaleza para entregarse ya no era el caudillo inquebrantable. “No puedo resistirme más a la fortuna ni rebelarme más contra el destino. Los seguiré a donde quieran llevarme”, escribió. Solo tres cosas había solicitado Gelimer al negociar su rendición: una hogaza de pan, una esponja para lavarse los ojos y una lira con la que componer un lamento. Trasladado a Constantinopla, lo hicieron desfilar junto a los demás prisioneros. Al postrarse ante Justiniano y contemplar aquella gloria, no se sintió abrumado. Sabiéndola tan caduca como la suya, citó el Eclesiastés: “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”. Todos hemos reemplazado y a todos nos reemplazarán. Solo nos queda tañer la lira.

Suscríbete para seguir leyendo