Lord Carnarvon y el mosquito

Sarcófago de Tutankamón ( foto izq.) y Carter (izq.) con Lord Carnarvon, ante la cámara de enterramiento (foto dcha.).

Sarcófago de Tutankamón ( foto izq.) y Carter (izq.) con Lord Carnarvon, ante la cámara de enterramiento (foto dcha.). / FDV

Armando Álvarez

Armando Álvarez

Yo soñaba de niño con una muerte a lo Gary Cooper en Beau Geste, de sacrificio heroico y funeral vikingo. Me imaginaba cayendo como Willem Dafoe en Platoon, a cámara lenta, envuelto en una hermosa melodía. O como Henry Fonda en Fort Apache, aguantando a pie la última carga enemiga antes de desaparecer entre la polvareda. Un día, ya cuarentón, estuve a punto de matarme en el cuarto de baño por culpa de una distensión de vejiga. Me desmayé, golpeándome la cabeza, con los pantalones bajados. Sin épica, banda sonora ni indios. Al luto de mi mujer y mis hijas le habría añadido la vergüenza de relatarlo repetidamente en el velatorio. Ni siquiera me habría tumbado una curda cosaca, convertida en una hazaña que celebrarían los juerguistas, sino cuatro cervezas mal retenidas. Un sepelio de pésame y bochorno habría completado mi existencia anodina.

La muerte nos acecha tras cada esquina y en cada instante, sin atender al desarrollo de la trama que la ha precedido. Se conmemora el centenario del descubrimiento de la tumba de Tutankamón. Lord Carnarvon financió la famosa excavación de Howard Carter. Le habían recomendado los inviernos secos de Egipto para combatir los entumecimientos de un antiguo accidente automovilístico. Carter le ofreció entretenimiento y posteridad a cambio de su dinero. Ya casi habían perdido la esperanza cuando aquellos escalones aparecieron bajo el suelo pedregoso del Valle de los Reyes el 4 de noviembre de 1922. Al otro lado aguardaban “cosas maravillosas”. Carnarvon, sin embargo, no pudo disfrutar del reconocimiento. Apenas cinco meses después, mientras descansaba en Asuán, le picó un mosquito. Se sajó la picadura sin querer, afeitándose, y sucumbió a la septicemia. La leyenda de la maldición del faraón decoró aquel vulgar epitafio.

El cuerpo humano es una máquina extraña, tan resistente y a la vez tan delicada. Un hombre puede resultar muy difícil de matar. Luchará por una bocanada más de aire, por otro latido al menos, con cada átomo. De las 23 puñaladas a Julio César se cuenta que solo una era letal. A Rasputin lo tuvieron que envenenar, balear y arrojar al gélido Neva. En el retorcimiento de su cadáver se quiso entender incluso que solo lo había vencido la asfixia mientras intentaba romper el hielo que lo separaba de la superficie.

A la vez, sin embargo, cualquier soplido puede agrietar la porcelana que nos compone. Aunque lo proclamemos, no somos conscientes del delgadísimo hilo que nos sujeta a la vida. Tennessee Williams, dramaturgo de profundidades y pasiones, murió en la bañera, atragantándose con el tapón de un frasco que había pretendido abrir con los dientes. Allan Pinkerton, creador del primer servicio moderno de inteligencia, se tropezó mientras caminaba y se mordió la lengua. Ninguna medicina pudo contener la infección.

La muerte rara vez nos ensalza o nos redime. Simplemente nos concluye. De nosotros no se escribirán gestas. Ningún poema de Tennyson nos glorificará en nuestra cabalgada suicida contra los cañones que escupen su fuego desde el fondo del valle. Hemos pasado del “vuelve con tu escudo o sobre él” de las madres espartanas al “lleva calzoncillos limpios” de las atenienses que nos han criado. Nos contentaremos con eludir ese accidente ridículo que nos granjee un Premio Darwin. Ya no aspiramos a la eternidad. Nos resignamos al olvido. Quizá nunca encontremos un tesoro. Nos resumirá el texto burocrático de la esquela. Pero habrá valido la pena si la relación de seres queridos que ruegan una oración por nuestra alma es extensa y sincera.

Suscríbete para seguir leyendo