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El caos

Ilustración con el logo de Twitter. Leonard Beard

Ahora que ya hemos encendido la Navidad en Vigo, en pleno noviembre, tal vez tengan ustedes una sensación de amable felicidad y recogimiento, un incipiente “Campanas de Belén” en el alma, pero descuiden: he venido para ejercer de Grinch y abrirles los ojos, pues el mismísimo caos planea sobre nuestras cabezas. A principios de mes ya supimos de las andanzas de Elon Musk, que se puso a despedir a empleados de Twitter como si cada uno de ellos fuese una llamarada que lo condujese al infierno; después, el pobre hombre —que no debía de tener recursos adecuados para asesoramiento legal— se dio cuenta de que algunos despidos devenían nulos por la forma en que habían sido realizados; además, y a mayor abundamiento, había finiquitado a algunos trabajadores por error. Ya sé lo que están pensando: ¿cómo es posible? ¿De verdad Elon Musk, con operaciones tan tipo Pepe Gotera y Otilio es uno de los hombres más ricos del mundo?

Pues sí, y esto me lleva a cavilar sobre si los éxitos en los negocios provienen más de la determinación que de la inteligencia, pero ese es otro tema; no nos desviemos. Les comentaba antes que se aproxima el CAOS —así mejor, en mayúsculas— porque ante la nueva directiva de Musk, muchos usuarios de Twitter se han despedido de ese tremendo WhatsApp colectivo, ya que no comulgan con la moral de su propietario, acostumbrado a formar parte de multitud de polémicas. Observo el gesto de rebelión con curiosidad y asombro, como si nos resultase imposible evitar nuestro camino hacia lo gregario. Porque, ¿nos consta la moralidad del anterior dueño de Twitter? ¿Sabíamos dónde empleaba o reinvertía sus beneficios o teníamos —al menos— conocimiento de sus políticas internas de personal? Confiesen, tampoco ustedes saben quién diablos era el anterior propietario.

Pero, si se desmorona esta red social, ¿cómo veremos ahora las noticias o podremos escribir a algún famoso de forma directa? Ya sé lo que están pensando: siempre nos quedará Facebook, ese espacio donde poder averiguar qué fue de los antiguos compañeros de colegio. Pues tampoco. La cosa pinta regular, no nos engañemos. Este mes de noviembre, también Mark Zuckerberg ha despedido a 11.000 de los 87.000 empleados de Meta, que acoge Facebook, Instagram y Whatsapp. Que no crean que carece de más implicación que la de obligarnos a volver a llamar por teléfono o a quedar en persona con la gente —qué trabajoso todo—, sino que supone un giro bestial en la economía global. Sistemas de comunicación, empresas tecnológicas, publicidad. Si esto sigue así, llegará la Navidad de verdad —la del 25 de diciembre— y no podremos cotillear ni los invitados ni los regalos de nuestros vecinos en su Instagram, y al cuñado que vive en otra provincia no bastará con enviarle un mensaje en cadena de felicitación, sino que habrá que telefonearlo. ¿Verdad que el asunto ya ha comenzado a suponerles un desagradable escalofrío y sudor en el cuello? Normal. Pero sean positivos y piensen en la liberación, en la felicidad absoluta de saber de la vida porque la caminan fuera de las pantallas. Al imaginar que por culpa de Elon Musk cerraban Twitter, hasta yo —que utilizo varias redes sociales en mi trabajo— he sentido cierto e inconfesable alivio. Aunque seguiríamos aproximándonos a una situación dramática. ¿Se imaginan que, para saber de la vida de un escritor —por ejemplo— ya no fuese necesario vichar sus post, fotos y opiniones en las redes? Habría que bajar a la calle, quedar con algún amigo, pasear hasta la librería y leer. El CAOS.

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