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La náusea

Sánchez y Feijoo, en su reunión sobre el CGPG. Eduardo Parra

Hace tiempo ya que la bancada más optimista de mi pensamiento se pregunta qué más tiene que pasar en este país para que nos decidamos de una vez por todas a salir a la calle y prenderle fuego al mundo. Vale, así dicho igual no parece la más optimista ni tampoco la más positiva ni constructiva de las actitudes. Pero, de verdad, cuanto más observo nuestro día a día, este pequeño acceso de furia es lo más parecido a una propuesta de interacción social en lo que puedo llegar a creer.

Porque, en realidad, cuanto más contemplo ese espectáculo tan extraño, a veces ridículo y esperpéntico, otras lamentable y aterrador, y, sobre todo, siempre depravado que es la cotidianeidad de buena parte de nuestra clase dirigente, más me convenzo de que nunca lograremos salir de este vertedero de miseria intelectual, mediocridad personal, pobreza de valores y ruina ética en que se ha convertido la actualidad política de este país. De hecho, a veces tengo la sensación de que, al otro lado, los mismos que antes maniobraban con más o menos disimulo, siempre al amparo de una cierta discreción, han acabado de comprender, por fin, que ya ni siquiera tienen que disimular. Que por algo son los que realmente mandan… ¿Para qué seguir perdiendo el tiempo con la discreción y los remilgos?

El presidente del Partido Popular, Alberto Núñez Feijóo Nacho Cubero

Miren si no los últimos días de Núñez Feijóo, hasta hace un par de telediarios “Don Alberto”, y ahora, de repente, el político ese al que “se le trajo” desde Galicia para hacer no sé qué. (Perdónenme que en este particular no concrete mucho más, pero es que la bilis del Prothero de la caverna española siempre me ha parecido demasiado repugnante como para prestarle más atención de la estrictamente necesaria…). Hasta hace nada, uno no sabría decir quién había sido más deseado en la Corte, si Fernando VII o Alberto I. De hecho, refiriéndose a éste no hacíamos más que escuchar toda esa retahíla de panegíricos sobre sus dotes para la gestión, la moderación, el estadismo y hasta para posar como modelo. Que a ver, en Galicia ya lo conocíamos, ya sabíamos lo que había. Pero no así en el resto de España, de modo que si allí colaba el soufflé…

El problema vino cuando, ante el posible enfriamiento del “efecto Feijoo”, Alberto decidió ponerse manos a la obra y, en un vistoso movimiento digno del mejor estadista, solucionar de una vez por todas ese pequeño problemilla que viene siendo el bloqueo del Partido Popular para la renovación del Consejo General del Poder Judicial. O, dicho en román paladino, la gravísima colección de maniobras por parte de aquellos a los que tanto se les llena la boca con la Constitución para, al mismo tiempo, mantener secuestrada a la Justicia española desde hace ya más de cuatro años.

Total, que de pronto en Madrid se dieron cuenta de que lo del gallego este iba en serio. Coño, que no solo estaba pactando con el okupa de la Moncloa, sino que, a este paso, aun acabaría por arruinarles el control sobre la justicia. ¡Y eso sí que no! Que, oye, a ver cómo demonios hacíamos entonces para seguir cuestionándonos la identidad de M. Rajoy

De modo que, así las cosas, urgía una reacción. Y… ¿cuál fue? Pues cuál iba a ser: lo que el eterno manual de estilo de esta gente dice que hay que hacer en casos como este: dejarle a Feijoo una buena cabeza de caballo en la almohada.

Sin el más mínimo rubor ni disimulo, toda la maquinaria política y mediática se puso en marcha para advertirle a Feijoo que con las cosas de comer no se juega. Y, por el mismo precio, recordarle que si no quería volverse ya a su puñetera Galicia, pero esta vez con una mano detrás y otra delante, hiciera el favor de dejarse de gilipolleces. Que donde dijo digo dijera ¡Emosido engañado!, y que no se preocupase, que ya se buscaría una excusa cualquiera. Que total el pueblo es imbécil, y hasta la chorrada más grande valdrá (“Pon ahí, yo qué sé… Ah, sí, ¡que lo de reformar el delito de sedición es intolerable!”). Y, cual López Vázquez, Feijoo, ahora el amigo, el esclavo, ¡el siervo!, reculó ante los mismos personajes que, tras años empleando de la manera más alegre e irresponsable la palabra golpistas para referirse a todos los que no fueran ellos, a día de hoy siguen manteniendo secuestrado uno de los tres poderes sobre los que se apoya el Estado de Derecho.

Por suerte, aun no está todo perdido: tal como esa misma Constitución que tanto dice defender toda esta caterva explica en su artículo 56, el Rey está ahí para, además de visitar pueblos y ver desfilar a la cabra de la Legión, arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones. Vamos, que seguro que al final hace algo. ¿No?

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