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O tren que me leva pola beira do Miño...

Niños y niñas disfrutando de una excursión en tren. Archivo

Renfe expulsa de un tren a un grupo de escolares barceloneses de 10 años, bajándolos en Palencia, donde les esperaba la policía y autobuses para trasladarlos a su destino, León. Por lo que parece, los angelitos dieron rienda suelta en el trayecto a todo su potencial subversivo del orden constituido, y montaron un tinglado de la de Dios es Cristo, unos gritando desaforadamente, otros bajándose las mascarillas, correteando por los vagones... ¿Fue así? En fin, dicen que ante las protestas de la gente y la incapacidad para que volvieran por sus fueros y se comportaran como niños de su edad, claro, pero no en estado salvaje, el interventor toma la inédita decisión de apearlos del tren, eso sí, con todas las medidas de seguridad y transporte a su destino en el exterior. El subdelegado del Gobierno recibéndoles, la policía uniformada protegiéndoles de cualquier mal y autobuses flamantes esperándoles.

Oída la noticia, mi mente paleolítica, educada en tiempos verticales de orden, la recibió con normalidad aunque echando en falta algún procedimiento punitivo a mayores, ni doloroso ni humillante aunque ciertamente del viejo régimen, hoy desechado por antipedagógico y prehistórico: poner a los churumbeles mirando a la pared de la estación con los brazos en cruz diez minutos, y no menos a los dos educadores por mucho título que tuvieran, dada su incapacidad para controlar a los niños en estado de entusiasmo desordenado. O a leer diez páginas del Quijote, con prudencia para que no les produjera tanta letra efectos letales. La sorpresa me llegó después, cuando oí a más de un tertuliano televisivo que les parecía desproporcionado y a una responsable de un programa mañanero de masiva audiencia poner cara de espanto. Y pasé al estupor y pasmo cuando apareció algún padre en la sobreprotectora línea actual quejándose de lo que le habían hecho a los niños, y otro más tarde considerando si se iba a poner a Renfe alguna demanda.

Reflexionemos, partiendo de la base de que a los niños hay que quererlos, entenderlos y protegerlos, sobre todo de sí mismos ¿Hemos perdido el norte? No sé si habría que pedir responsabilidades, ya que no a los niños, a sus dos educadores acompañantes o, como responsabilidad en cascada, a sus colegios por pedagógicamente impotentes (no incompetentes) o a los padres por albergar a pequeñas fierecillas sin inculcarles principios básicos de supervivencia social. ¿Es que en esta angustia sobreprotectora hay que poner los derechos de los niños por encima del resto de la sociedad? ¿Está mal que a unos críos se les haga saber en esa etapa de su constructo educativo que cuando algo se hace mal tiene sus consecuencias? ¿Hasta que punto tenemos que ser permisivos con una persona en formación, que debe conocer los límites a los que puede llegar su comportamiento con la sociedad, hasta qué punto hay que mirar hacia otro lado si sus conductas colisionan con los derechos de los otros?

Estamos en tiempos de ofendiditos, de victimismo, de cultura de la cancelación, de hipocondría moral. Trasladémonos a los colegios, donde la sobreprotección paterna llega a interpretar cualquier suspenso como una agresión que exige revisión, reuniones y tribunales nuevos y cualquier gesto de autoridad del profesor como una intromisión en la visión educativa familiar, de la que por cierto, suelen carecer. ¡Oh, Señor, líbrame de todo chat de padres y de la maldad de las redes si digo que entre el profesorado la queja permanente es que cuando llamas la atención o castigas tienes que ponerte la venda antes de la herida y estremecerte ante el riesgo de intervencionismo paterno que corres! Vivir desautorizados. De aquellas aulas tolerancia cero que vivimos los mayores, de autoridad vertical y sin contemplaciones con la aquiescencia de los padres, hemos pasado a otras de tal horizontalidad que transitan por la cuerda floja no solo la autoridad profesoral sino los conceptos básicos de corrección o respeto, tiempos de una complacencia rayana en la complicidad. Vayamos al grano: los educandos deben saber que hay que apandar con las consecuencias de sus actos. Sí, sí, siempre amándolos como hijos. En cuanto a la anécdota del tren, que se sepa, no los mandaron a un Gulag. ¡Oh, dioses! ¿Habrá algún colectivo de padres ofendidos que pida mi cabeza por ser políticamente incorrecto, a mí que también soy padre?

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