Faro de Vigo

Faro de Vigo

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

La rana y la reina

Flores, banderas y plegarias delante de Buckingham. Nathan Laine

Mi rana Matilda se ha muerto. Llevaba unos días girando sobre si misma, intentando escapar de lo que intuía o quizá perdida de sí. Al fin se quedó tan quieta como en invierno; esta vez, sin soñar la primavera que la rescate del letargo. Mi tortuga Vetusta ha estrenado viudedad con mayor estoicismo que mi mujer y mi hija pequeña. Yo he llorado como ellas pero del lagrimal hacia dentro, empapándome los huesos.

En realidad, desconozco si Matilda era macho o hembra, como lo desconozco de Vetusta. Las compré en pareja porque en la tienda de animales solo tenían una tortuga y yo, en cambio, tengo dos hijas. Igual debería haberme librado de una hija. Cuando me revelaron que la rana se alimentaba con grillos vivos, mi estúpida hombría me impidió recular. Dije “por supuesto” como acostumbrado a cazar leones. Me he pasado cinco años paseando con fiambreras de grillos por el barrio y persiguiéndolos por mis alfombras. Uno se escondió bajo el arcón y nos cantó durante cinco noches seguidas. Es lo más cerca que he estado de poseer una casa en el campo.

Matilda y Vetusta se han ignorado durante este lustro de convivencia, como un matrimonio anciano que ya ni siquiera se detesta. A Vetusta le he adjudicado un carácter irascible. Siempre me mira con reproche antes de esconderse bajo la concha. Matilda, en cambio, se dejaba querer y paseaba suavemente entre mis dedos. La malacostumbré con caprichos y caricias. Me he angustiado con sus ayunos y he respingado con sus saltos. Almas gemelas.

Ya sé que Matilda ni siquiera ha sido consciente de mí. Solo se agitaba al percibir el guirigay de los grillos. He sido, en todo caso, una presencia perturbadora. De mi mano lo único que pretendía era huir. No la hemos amado por lo que era, sentía o nos retribuía, sino por lo que nosotros hemos proyectado sobre ella. Lloramos por el cariño que le hemos dedicado y por la época que representa. Incluso por la compañía de charlar con ella en la cocina, susurrándole desvelos; Matilda, disfrazada de conciencia.

Sucede así igual con los animales que con los objetos. Rara vez nos importan más que como espejos, compendios y anuarios de nosotros mismos. Nos cuesta desprendernos de los zapatos viejos porque contienen los caminos que hemos recorrido. Impregnamos todo aquello que tocamos de las sustancias que nos componen: miedo, dolor, angustia, esperanza... Buscamos, sobre todo, el recuerdo de esos chispazos de alegría que constituyen para nosotros el más precioso ámbar.

Y aunque no queramos reconocerlo, también en los demás nos buscamos. Vivimos de alguna manera siempre solos, enclaustrados en una geoda que nos refleja. Cuando se muere un artista predilecto, no plañimos por él, ni siquiera por sus películas o canciones, sino por lo que nos hicieron sentir y por las edades ya idas. En el funeral del ser más querido lamentaremos lo que nos arrebatan más que lo que se le ha arrebatado a él. Nada hay de malo en este egoísmo. Solo podemos existir desde nosotros mismos.

Así que Inglaterra se desconsuela por Isabel II, aunque la mayoría de sus súbditos jamás la vio en persona y desde luego no la conoció en la intimidad. Ha sido la abuela entrañable igual que la reina encarcelada en su pompa y circunstancia o la suegra cruel. Un persona de ficción, un billete, un sello. Sobre todo eso se erige lo que cada uno ha querido que encarne en las anotaciones de su almanaque. Lloran, una vez más, porque es la pantalla sobre la que han proyectado sus vidas. Nos explican que han paseado su cadáver por catedrales y palacios, en ritos interminables, a causa del protocolo. Era por aferrarse a ese último jirón de lo que han sido. Los comprendo. Matilda duerme en mi congelador. Su querida reina. Mi dulce ranita.

Compartir el artículo

stats