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Y ahora me Toca a mí ¡Oh, Dios mío!

Hay amores de verano y veranos que matan los amores. Faro

Tercera y última columna estival sobre parejas en celo veraniego. Hoy me levanté rogándole a San Pancracio suerte en mi matrimonio. No es que vaya mal, no es que pase por una comunicación deficiente o por una atonía sospechosa de nuestra expresión afectiva; no es que durmamos en una cama inmensa y no nos encontremos por la noche o que nos llevemos a ella el celular. No es nada de eso, es que nos vamos unos días de vacaciones y, si me he pasado julio y agosto mofándome del riesgo de la parejas que se iban ilusionadas y acompañando en el sentimiento a las que volvían destartaladas, ahora me toca a mí sortear el evento. No lo digo por mal, no soy un catastrofista, un Feijóo del amor, es que las estadísticas muestran hace muchos años las crisis de pareja que se producen cuando no está el trabajo por medio como almohadilla y las partes tienen que convivir día y noche. Algo así como lo que Sydney Pollack llevó al cine con su “Danzad, danzad, malditos”, un maratón de baile en el que los concursantes forzaban los límites de su resistencia física y psíquica llevando a la práctica la canción de Sergio Dalma, “Bailar pegados”.

Me acabo de enterar aquí donde vivo de un conocido mío que cogió puerta y no volvió tras llegar de vacaciones con su santa, aunque me temo yo que esa sea la versión que me dio en el bar de debajo de casa y en realidad le hayan puesto las maletas. Lo que sí es cierto es que no se llevó nada de su hogar, salvo tres cosas: la pata de jamón que estaba a medio empezar y era de Joselito, una caja de buen vino que atesoraba para la fiesta que iba a hacer por el aniversario de su boda (lo que demuestra lo fluctuante que es el amor cuando se le somete a presiones como el veraneo en común) y algo más: su guitarra. No me lo invento, podría dar nombre y apellidos pero seguro que no me invitaría a más gintonis en el bar de Pedro, además de que, en realidad, admiro su elección. Si con pan y vino dice la sabiduría popular que se anda el camino, no te digo con la pata de Joselito y esa cosecha de Vega Sicilia que le costó un riñón para empezar una nueva vida, animada por la guitarra con la que en su soltería engalanó sus amores.

Pero a lo que íbamos. Yo soy un osado porque me voy de vacaciones incluso con mi pareja sabiendo lo que sé, pero siempre me gustó balancearme al borde del abismo y además juego con ventaja: prácticamente estoy recién casado otra vez y las desestructuraciones conyugales suelen ocurrir en parejas que ya llevan rezadas unas cuantas novenas. Los que solemos salvarnos somos los que llevamos poco tiempo juntos y los que ya llevan muchos años y se han amansado y acostumbrado a todo pero los del medio, ¡ay los del medio, si nos les da suerte San Pancracio! Cuento para mi supervivencia, además del amor, con eso que los neogilipollas de ahora que todo lo anglofilian llaman “knowhow”, que en cristiano es el saber hacer que da la experiencia.

Claro. Ya estuve en otros veranos en tal azar con otras, y de todas he aprendido mandamientos como no hablar más de lo que debo, tolerar aún más de lo que me apetece, callar observaciones tan impertinentes como prescindibles y no hacer un drama por cosas que en realidad son menudencias, que casi todas lo son en la vida salvo cuatro contadas. Ahora, de viejo y de tanto errar antes, soy un buen partido para el mercado de la oferta y demanda conyugal. Podría añadir que he aprendido a amar pero esto le daría una seriedad, densidad, solvencia y pesadez a esta columna, que quiero que tenga la levedad y ligereza del verano, que se va conmigo al sur, allá donde aún queda verano.

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