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La segunda tumba

Sin ellos no podría concebirse el personaje de Chaplin. M.O.

Recuerdo haberme reído con alguna película de Charlie Chaplin cuando era pequeña. Debí de ver dos o tres como mucho, pero se anudaron en mi memoria. ¿Qué tendrían? Este verano dejé que mis pasos me llevasen a un rinconcito de Suiza, al borde del lago Leman. Allí, en Corsier-sur-Vevey, vivió el actor y director los últimos veinticinco años de su vida, después de que la caza de brujas de McCarthy no le permitiese regresar a EEUU por si era comunista.

Qué ironía, ¿verdad? Un hombre que había sido capaz de rodar y emitir “El gran dictador” cuando la Segunda Guerra Mundial ya llevaba un año envolviendo al planeta. Que no se consideraba político, aunque sí con la obligación de comprometerse en las causas que considerase justas, se había visto “exiliado” del país que consideraba como propio, a pesar de ser londinense. Visité su pequeña mansión cerca del lago —que no era tan ostentosa como me había imaginado y que ahora se ha convertido en un museo llamado Chaplin´s World—, y pude comprobar que todavía quedaba algo de su esencia en la vivienda. No me refiero a su salón, su baño o su dormitorio: el ambiente familiar, la energía que un día había habitado allí, ya no estaba. Pero sí se conservaban sus libros. Encontré títulos que me sorprendieron: “Cómo se hizo la bomba atómica” de Richard Rhodes, o “La relación del hombre con la muerte”, de Arnold Toynbee. Nunca podré conocer a Chaplin, pero ahora sí sé algunas de las preocupaciones que rondaban por su cabeza.

Tras abandonar aquella cáscara que guardaba respeto y recuerdos del gran hombre, visité también el fantástico edificio que, a solo unos metros, habían construido para reproducir escenarios de algunas de sus películas. Ya saben, si desean ver los Oscar del actor o su famoso bombín y zapatos, no tienen más que darse un paseo hasta Suiza. Pero vamos a lo interesante: aquella noche, en una cena, unos suizos me contaron algo que no se explicaba en el detalladísimo y documentado Chaplin´s World: el secuestro del actor una vez que ya estaba muerto. Había fallecido el día de Navidad de 1977 con casi noventa años, sufriendo demencia senil. Tres meses después de su entierro en Vevey, dos mecánicos —uno polaco y otro búlgaro—, acuciados por la necesidad, decidieron secuestrar el cadáver y pedir un rescate. La viuda de Chaplin, Oona, que para entonces tenía unos cincuenta años, se negó en rotundo. Hasta al propio Charlie aquello le habría parecido ridículo, argumentó. Los malhechores, que eran torpes y principiantes, fueron rebajando la cuantía del rescate de forma desesperada tras cada llamada, hasta que la policía delimitó la demarcación desde la que telefoneaban, y el día de la negociación apostaron policías en las doscientas cabinas telefónicas de la zona. Los pillaron, por supuesto. Confesaron que el ataúd de roble de Chaplin lo habían enterrado en lugar que desde entonces fue conocido como “la segunda tumba” y que no era otra cosa que un maizal a solo kilómetro y medio de la mansión del actor.

En la actualidad, sus restos reposan en la tumba original junto a los de Oona, pero con una buena placa de hormigón encima. ¿Qué pensarían los ocho hijos que tuvo con ella de aquel secuestro? ¿Serían capaces de verle la gracia al asunto? Les aseguro que he visto en Chaplin´s World unos cuantos vídeos familiares, y pareciera que ni las comidas se las tomaban en serio. Dicen que el dueño del maizal mandó poner una placa de cemento que rezaba “Aquí descansó Charles Chaplin. Brevemente”. No sé si será cierto, pero refuerza mi sensación de que en el humor está la clave de toda supervivencia. Ya dijo Chaplin que todos éramos aficionados; que la vida era tan corta que, sencillamente, no daba para más.  

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