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Un aventurero gallego en Asia

El ponteareano Rober García relata desde Camboya su extraordinario viaje por un continente que recorre desde hace justamente un año a bordo de todo tipo de vehículos, desde camiones y autobuses a motos y barcos

Rober García con su scooter ante la puerta de bienvenida de un pueblo vietnamita. Cedida

Hay personas que nacemos con un hambre insaciable de aprender y de vivir plenamente, y llega un día en que todo lo que te rodea deja de saciarte y empiezas a no comprender algunas cosas; tu vida entra en un bucle donde todo se repite y tienes la necesidad de tener otra perspectiva de todo... así que ¡empiezas a trazar un plan!

Yo comencé viajando con novia o amigos por 15 días, pero nunca me llegaban a nada. Luego por un mes, por dos... Y cuando te das cuenta, tu vida ha cambiado, tus valores son otros, tus miedos y prejuicios han desaparecido y toda la idea que tenías de lo que te rodeaba se desmorona.

Mi primer intento de gran aventura fracasado fue recorrer África en bicicleta, pero a los 4 o 5 meses de comenzar, una malaria me recordaba que aunque estaba en África seguía siendo un humano y me devolvía a casa. Después llegó la pandemia del Covid y y me percaté de que estaba en el mismo lugar otra vez y haciendo lo mismo de siempre. Por suerte, todo terminó, así que me llegó el momento de recuperar ya la libertad… ¡pero a lo grande!

Tras intentar cruzar el Atlántico en velero y tratar de salir por tierra hacia Asia en septiembre del año pasado, el invierno se me echó encima, así que aterricé directamente en Sri Lanka. Atravesé todo el país en moto en busca de los sitios más remotos para, entre otras cosas, saber qué pensaba la gente de a pie de allí y como vivía, y disfrutar de mis días entre ellos. Tras varias jornadas de acampada y en casas de familias, llegué a la selva a un hotel con una energía muy especial. El hotel era propiedad de un retornado de Alemania que, según me dijo, había decidido ir en busca de su raíces. Se llama Niraj, y hoy en día es como un hermano para mí. Me ofreció todo para que no me fuese, así que allí estuve meses rodeado de animales y vegetación en una aldea perdida en la que me acogieron como a uno de los suyos y trabajando codo a codo con mi amigo para levantar su templo y que todas las personas que allí se hospedaban se sintiesen como en casa.

Rober acampando en un pueblo de pescadores y cocinando para todos en Sri Lanka. Cedida

Cuando trabajas viajando, el trabajo deja de serlo y es un aprendizaje más, muy valioso, que te abre muchas puertas por todo el mundo. Puede ser de manager de un hotel o vendiendo cocos en el mercado. Para conocer un país tienes que familiarizarte con su gente. Los paisajes se repiten tras un tiempo y te llevan de vuelta a una rutina, los sitios turísticos nada tienen que ver con la realidad de un país, pero ir a una boda, a un entierro de tus vecinos de Sri Lanka... ¡Esa es una experiencia de la que ya nunca te olvidarás!

Mi visado se terminaba y con mucha pena tenía que dejar todo aquello por un tiempo para seguir el camino, de manera que decidí irme a la India, un país duro para viajar, con miles de personas rodeándote allá donde vas, y basura y más basura por todos lados ¡eso sí, una aventura en toda regla!

Puerto de montaña en el Himalaya indio en la frontera con Tibet a 5.400 metros. Cedida

Me centré en llegar hasta las gentes del Tibet que habitan el Himalaya indio, donde el país deja de ser duro y se convierte en un lugar irrepetible. Muchas de ellas viven por encima de los 4.000 y 5.000 metros, pero su humildad y hospitalidad es abrumadora, y el lugar ¡ni contarte! Atravesé los himalayas en un scooter por los puertos de montaña más altos del mundo en la frontera de Pakistán y China para saciar mis ganas de aventura. Dormía en las tiendas de campaña de los nepalíes a casi 6.000 metros. Ellos son unos héroes emigrados que construyen caminos en las cimas para que pueda pasar por allí algún tarado como yo. El mal de altura me tuvo una semana destrozado, sentí que el cuerpo se me iba poco a poco por la falta de oxígeno… Es una sensación muy extraña, como si te estuvieses muriendo, pero allí estaban ellos para que no me faltase de nada.

El desgaste físico fue brutal, alimentándome con la dieta de “arroz con arroz” mañana tarde y noche; y el psicológico, mucho más. Cruzar días y días tierras deshabitadas y despertarte cada día en un sitio diferente es tan bonito como duro.

Rober con alumnos y el director de un colegio de Nepal donde dio clases de inglés unos días. Cedida

Tras un tiempo había llegado con un pequeño scooter a las montañas más altas de mundo. Ya solo quedaba bajarme de allí. Crucé todo el norte de India con los camioneros indios (solo una persona con un nivel superior puede subir en un camión al Himalaya) y qué mejor manera para saber cómo es India realmente que pasar horas con ellos. La religión, las creencias,... todo es llevado al extremo allí.

Así que ya me merecía unas vacaciones y entré al cielo por tierra, a descansar. Había llegado a Nepal, quizás te venga a la cabeza frío, nieve, montañas muy altas...¡Pues no! Allí es donde se concentra el turismo y es lo que hay que vender, pero yo nunca he pasado tanto calor como en Nepal. Es un país tropical completamente sin ser en las cimas de más de 4.000 metros y tiene una selva asombrosa. Nunca había visto tampoco tantos elefantes juntos como allí, donde, por cierto, nació Buda, y lo que él predicó es el modo de vida de los nepalíes.

Pasé un mes perdido en los sitios más pequeños y remotos moviéndome en autobuses repletos hasta la bandera y en camiones locales. En los pueblos me recibían con los brazos abiertos, las familias me ofrecían sus casas y todo lo que tenían. Y es que cuando a uno le gusta aprender, también aprende que con cuatro palabras en su lengua, alguna de ellas mala, que siempre hace gracia, pasas de ser un forastero a ser recibido con las mejores sonrisas. He dado alguna clase en algún colegio, he cultivado arroz con ellos y, sobre todo, he convivido con quizás las personas mas hospitalarias de la tierra, de las que nunca me olvidaré.

Delta del río Mekong en Vietnam, donde el mercadeo y el transporte se hacen en barco. Cedida

El pasado julio llegué a la conclusión de que no podía seguir mi camino por tierra, así que volé a Vietnam. Todo es sencillo en el sudeste asiático, lo básico es en abundancia: la comida, la felicidad, los paisajes, las amistades, el amor, las sonrisas...¡pares allí donde pares!

Para complicarlo un poco me compré un scooter para cruzar el país, cargué mi tienda de campaña y empecé a perderme por sus caminos. Pasé también por algunos sitios turísticos y me di cuenta de que Asia estaba vacía de europeos, por lo que visitarlos así es una gran suerte.

Bolito, un bebé mono que rescataron en Sri Lanka y alimentaron con biberón. Cedida

Luego crucé 2.000 kilómetros por playas y aldeas de pescadores. Lo que me esperaba de este país se iba mejorando con creces, y tener el mar cerca de nuevo, como buen gallego, te hace sentir en casa, ¡ pero sin rutina! Volvía a bucear en sus aguas, a 30 grados, y me sentí como el niño que no quiere salir nunca de la bañera. Me ofrecían quedarme y trabajar juntos en todos lados, solo tenía que elegir lo que me apetecía hacer al levantarme, así que continué y, llegando al sur, cuando estaba ya a velocidad de crucero, se me cruzó el amor. Sí, ese que es fácil y no premeditado, que va solo, y no te hagas el duro. Solo hay dos cosas que pueden frenar un alma aventurera en la vida y cualquier otra cosa: la enfermedad, que casi siempre tiene cura, y el amor, que si dejas que profundice se termina el viaje y pasas a ser un ciudadano de Vietnam.

El viajero ponteareano en uno de los safaris que hizo para turistas en la selva de Sri Lanka. Cedida

Me pasé unas semanas perdido por las islas del mar de China en buena compañía, como se suele decir. Tampoco necesitaba de esas increíbles playas que tenía delante, tenía lo que venía buscando realmente: vivir con su gente. Más involucrado en la causa no podía estar.

Pero después me jugué a suertes la aventura y el amor. Ganó la aventura, así que aquí estoy, un año después de mi partida. Tras un año de viaje, estoy en Camboya con sus increíbles gentes, disfrutando de sus islas paradisíacas, cruzando países y jugando con la vida a suertes. Porque no hay fronteras más grandes que las mentales y la vida se merece ser una aventura.

 

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