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Baby no me llames, que ya estoy ocupá

El sabor del verano depende de variables como la persona que te lleves. / FARO

No sé si sería una maldad pero a mí una de las cosas que me ilusionaba del verano era ver volver a mis compañeros de galeras y galeradas tostados pero con el alma marchita, ya con las vacaciones por detrás, sabiendo que yo aún las tenía por delante. Lo del verano va unido casi siempre a un compañero de viaje a cuyas fechas de vacaciones tienes que adaptarte y a mí casi siempre me ha tocado pasar esos días con mujeres casadas, si bien es verdad que todas conmigo en sucesivos matrimonios y, por alguna casualidad, todas libraban en septiembre. Eso me ha permitido mirar a los que volvían de un julio y agosto playeros con aire de nuevo rico dispuesto a gastarlo todo ante unos seres que reaparecían con todo gastado, una depresión posvacacional, la pareja en crisis, varios kilos de más y las meninges atravesadas por la canción del verano, fuera Un rayo de sol, Ritmo de la noche, Aquí no hay playa, Despacito o la Despechá de Rosalía este año. “Baby/no me llames/que ya estoy ocupá./Olvidando tus males/ya decidí/ que esta noche se sale/ con todas mis motomamiiiis/con todas mis yales/Y ando despechá’ woah, alocá/ ”.

El verano depende del dinero que tengas, la imaginación que desarrolles, el lugar que elijas y la pareja que te lleves cuando has dejado atrás esa tierna juventud de mochilero aún libre de ataduras y dispuesto al poliamor aunque, no nos engañemos, la monogamia es muy cansina y todos votaríamos por el amor sin fronteras si no fuera tan cansado. Cansino y cansado son dos términos diferentes . El caso es que yo he llegado a una edad estupenda en que podría escribir una biografía de los veranos de mi vida empezando por el recuerdo más antiguo, acurrucado en el regazo de mi abuela bajo una persiana mientras me cogía los dedos y cantaba Una, doli, treli, catoli, quina, quineta... O los largos estíos de mi infancia entre el bello pueblo de mi madre en las montañas cántabras o el de mi padre, rústico y quemado por el sol, en esa maragatería donde me enamoré de una mozuela. O esos cursos de verano de la Universidad en el Palacio de La Magdalena, más de verano que de Universidad, o los tórridos y pegajosos neoyorquinos o de la marcha por Europa en Diane 6.

Pero no quiero ponerme tierno. Con cada mujer a la que le he concedido mi mano ante Dios y la ley he vivido veranos diferentes, al igual que con las personas que he tenido que pasarlos sin cobertura legal o gracia divina alguna entre paréntesis matrimoniales, simplemente porque el Altísimo las puso en mi camino y es de bien nacidos serle agradecidos. Hay amores de verano que duran una vida entera aunque nunca me tocó tal suerte, y los hay que son pasiones efímeras con fecha de caducidad que asociamos a las letras de una canción, al sabor a salitre de los besos y al cataclismo de las emociones cuando se va el calor y te das cuenta de que todo ha sido una aventura. A mí el espejo de mis canas me ha dado fuerzas para saber que no está el horno para bollos y rehuir tormentas de amor estivales. Ya se lo dije a la mujer con la que comparto piso y, de paso, amo, que espero que sea la última. No tengo el coño pá ruidos, como me decía Karina en su emporio playero ante las aguas de Samil, y me sumaré este verano a su plan de hotel, hamaca con libro en playa despejada de gentío -odio como al vinagre las playas atestadas de gente, sombrillas y colas hasta para orinar al raso-, chiringuito de confianza y los mejores restaurantes que mi sueldo me permita. No quiero conocer ni un metro más de mundo este verano.

Claro que sí. Uno ya no tiene hijos en edad de marear y de los nietos se encargan los hijos. Uno vuelve, como al principio del amor, a pasar el verano solo con la propia. Viva el verano, qué cara tienen los que vuelven, los pobres.

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