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Ni arte ni parte

Grabado de la ejecución de María Estuardo.

El olvido nos sustenta igual que la memoria en un delicado equilibrio. Nuestro cerebro selecciona qué retiene y qué desecha. Nada seríamos sin lo que recordamos. Solo silencio. Nada seríamos sin lo que borramos. Solo ruido. El peso del pasado nos abotargaría. Cada segundo quedaría enterrado bajo el peso de los segundos que lo precedieron. Caminar exige tanto la recolección como el desprendimiento.

Vivimos olvidando o fingiendo olvidar. Lo necesitamos. Asumimos que vamos a morir. Nuestro cuerpo, consciente de esa fragilidad, dispone de mecanismos que promueven nuestra subsistencia. La mayoría son inconscientes, parasimpáticos o instintivos. Respiramos de manera automática y evitamos peligros sin reparar en ellos. Nos paralizaría pensar constantemente en que nuestra existencia concluirá, que podría ser ya, ahora, otra vez ya. Para qué escribiría la siguiente línea si tal vez no complete este artículo, que en todo caso caducará enseguida, antes incluso de que se lea. La absurdidad de ser ha apretado muchos cañones de pistola contra la sien. El olvido nos salva y nos condena.

Olvidamos lo que hemos sabido y olvidamos lo que podríamos saber. No solo aquello que excede nuestra entendimiento; la infinitud del universo y del cuanto o la complejidad de una ecuación. Nos olvidamos también de aquello que sucede, aunque en realidad sepamos perfectamente que sucede. El COVID apenas arrecia y aún llegarán nuevas olas. Siguen muriendo en Ucrania, como en tantas palestinas. Se repiten las hambrunas y los desastres ecológicos. Los emigrantes se ahogan todos los días. Esos temas cunden al inicio y luego afloran de vez en cuando, si la sangre nos salpica. Ahora son los fuegos que incendian nuestros montes y aldeas o el calor del cambio climático que incendiará a nuestros hijos. Pronto otro asunto lo reemplazará aunque todo siga ardiendo y de todo aquello que amamos solo reste su ceniza. La actualidad es de metabolismo acelerado. No podríamos soportarnos al tanto, en cada momento, de todo el dolor que nos rodea.

Comprendemos o al menos intuimos las tramas que se ocultan bajo la delgada piel de la realidad. Ya podemos impostar nuestro estupor ante el último escándalo de la monarquía o la enésima grabación de Villarejo. No creo que nada nos sorprenda, más allá de oír a viva voz lo que nos imaginábamos. Retornaremos al poco a los informadores y tertulianos que nos susurran el narcótico que consumimos. He leído: “¡Cómo va a ser mentira si dice exactamente lo que pienso!”. Cómo va a ser verdad si me contradice y me interpela. Nos drogamos de ignorancia, que es otra forma de olvido.

En el fondo, olvidamos lo que anhelamos para que no nos comprometa ante nuestra propia conciencia. “¿No habrá nadie capaz de librarme de este cura turbulento?”, gritó Enrique II en medio de su corte. Luego, cuando cuatro de sus caballeros asesinaron a Thomas Becket, se hacía de nuevas. Isabel I se indignó cuando le comunicaron la ejecución de su prima y rival María Estuardo, aunque ella lo había sancionado. Declaró entre sollozos y rabietas que no había tenido “arte ni parte”.

Quisimos que cayese Pablo Iglesias a toda costa. Preferimos destrozar el planeta antes que detener nuestra voracidad. Ya culparemos a los políticos y sus fontaneros, que actúan como los caballeros de Enrique, interpretando nuestros deseos. “Ni arte ni parte”, clamaremos y seguiremos adelante. Es así como hemos elegido vivir, cerrando los ojos; olvidándolo todo hasta que nos reclame el olvido.

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