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Del hígado, corazón y las taras mutacionales

Con lo hermosa que es su narración, y yo sin creer en la vida eterna. / FARO

Amigo -me dijo el médico Javier Martín Moreiras- la gente tiene miedo a las enfermedades que duelen pero las que matan, como un cáncer de pulmón, no duelen, lo hacen en silencio; sin embargo, hay muchas como la regla o unas hemorroides que duelen y no matan. Ándate con cuidado y no te fíes por sentirte en forma porque lo tuyo, tensión alta, es de las segundas, una asesina en la sombra que puede producir la muerte o algo peor: un ictus grave”. A pesar de que fue hace unos días ya no me acuerdo porqué estaba yo allí, ante un cardiólogo, cuando a mí lo que me habían detectado en el análisis de sangre era una GGT sospechosamente levantisca, una enzima muy de bebedores (aunque no solo). Pero ya se sabe lo que pasa: empiezas yendo a un médico de hígados y, no sabes porqué, te encuentras ante uno de corazones sin saber si te has confundido o te ha mandado alguien. Es como cuando entras en Ikea: no hay salida.

Pensé yo que me había llegado la edad de los avisos, esa en que los teóricos de la biología evolutiva dicen que se empieza a manifestar el lastre mutacional, un conjunto de mutaciones perjudiciales que llevamos en nuestro genoma y que se expresan a edades avanzadas. Maldita sea, yo siempre presumiendo de llegar a los 70 sin un dolor de cabeza salvo en resacas, y ahora llamaba a mi puerta el lastre ese de los cojones. En quince días había pasado por un médico de cabecera, un digestivo y un cardiólogo y ya tenía en mi cuenta un hígado graso y una tensión alta, paradójicamente cuando llevaba años de vida honesta y sobria, sin fumar ni beber ni amar sin ton ni son ni comer a lo loco ni ir a conciertos de rock en masa ni acostarse de día; cuando me sentía más pletórico, menos estresado, con más actividad deportiva, más afianzado mi sistema muscular sobre ese bastidor llamado hueso, la líbido aún alerta y la próstata dando cifras infantiles. “Te vas a morir -me había dicho el médico- porque la mortalidad es del cien por cien en el ser humano; no sabemos cuándo ni de qué, aunque no creo que sea de un mal de próstata”.

¿Será, pensé, que se anuncia la vejez y ya es hora de empezar a pensar en Dios? Cáspita, pero si no creo en Dios y por tanto en la vida eterna. ¿Dios? Sabe Dios si existe. Había recibido un día antes de mi visita médica un correo del misionero gallego y comboniano Juan González Núñez, que lleva más de medio siglo en Etiopía y, aunque la cosa va cada vez a peor allí, mantiene una fe ante la adversidad y una entrega a los desposeídos que solo le puede dar su creencia en Dios. También es verdad que, por lo contrario, estaba leyendo Viaje a Tierra Santa, un libro de Eslava Galán y Antonio Piñero (que vive en Baiona) donde, de forma novelada pero basada en la ciencia, se destruyen todos los mitos fundacionales, se reduce la Biblia a texto literario y Dios a una creación humana. O sea que yo con el lastre mutacional asomándose, la vejez anunciándose, la tensión alta... y sin fe en el más allá, sin pensamiento mágico, perdido ya el del marxismo, que me ayude a sobrellevar el pasmoso futuro.

No es que quiera ser uno de esos pobres jóvenes acosados por las hormonas, pero tampoco eternamente viejo. Me conformaría con algo de teología, con una esperanza en el más allá o, al menos, que fuera cierto eso que leí del paleontólogo Arsuaga en su libro con Juan José Millás La muerte contada por un sapiens a un neardental. En una entrevista que un periodista norteamericano le hizo a Dios a través de una médium, le preguntó el porqué de la muerte. Dios le contestó que la muerte no estaba prevista en su Creación, que era una invención nuestra, humana. “Lo que vosotros llamáis muerte –le dijo- son desplazamientos en el interior de la vida”. Me parece verosímil, y más si lo dijo Dios. Pero yo ando enfrascado ahora en mi vida, feliz, atascada por la gama GGT y la tensión alta. Gracias, Oh señor, por dejar que a mi edad tenga solo eso.

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